El Mercosur, durante el último enero, globalizó en la región una circunstancia que nadie había presumido en los discursos inaugurales que festejaron el nacimiento del bloque. La falta de previsión de los oradores de entonces obedeció, quizá, a una razón elemental: los alumbramientos -tal como el originado a raíz del Tratado de Asunción- se encuentran en el extremo opuesto al de la muerte en la sucesión de etapas escolares con que suelen ilustrarse los ciclos biológicos.
Esa representación esquemática de la ilusoria distancia entre la efervescencia candorosa de la vida y su aniquilación semejó una parábola meramente infantil y endeble en la traicionera rodovia federal BR-40. La fábula fácil fue desmentida por el horror, e igual destino sufrió, como señalaba un periodista de Santa Catarina, la credulidad optimista de las autoridades del Brasil respecto del refrán que reza que nunca un rayo cae dos veces en el mismo sitio.
Alrededor de una cincuentena de argentinos y escasos brasileños, que perecieron en sendos accidentes de tránsito rumbo al balneario catarinense de Camboriú en los recodos altaneros de la Serra de Santinha en las proximidades del municipio de Pouso Redondo, ubicado en el Alto Vale do Itajaí, tuvieron el sombrío privilegio de traer a primer plano la creciente mixturización -en todos los órdenes- de las dos sociedades más dinámicas del grupo unido en torno a la concertación arancelaria entretejida por los problemáticos ministerios de Hacienda que el Palacio de Planalto y la Casa Rosada comandan.
Como es habitual en todo lo que tenga algo de humano sea aquí, en el hermano país o en Finlandia, el trasfondo de este drama estuvo sometido a no tan lejanas determinantes económicas: el espejismo de las ventajas de la troca del peso por el real y la consiguiente duplicación de los números y los billetes de nuestra denominación en las manos de los que llegaban desataron un frenesí que, más allá del episodio cambiario puntual que califica a este verano del año 2000, tiene algo de idilio ya folklóricamente asentado en las tradiciones de la clase media argentina.
EL TEMBLOR
Contradicción aparente mediante, la tragedia shockeó más a los nacionales que se encontraban distantes del escenario de los acontecimientos que a los protagonistas secundarios -en concreto al resto de los turistas de todas las provincias de nuestra República- que viboreaban su alborozo por la bulliciosa Avenida Brasil: la curiosidad, la avidez por la diversión y, por cierto, la explicable, insuperable e ingenua superstición que hace nacer el temor a atraer la desgracia a través del simple acto de pensar en la desgracia enjugaron el sudor frío que estremeció a todos cuando la noticia se divulgó y se coló en las habitaciones de los hoteles propalada por las cadenas de televisión y el boca a boca de los choferes y coordinadores.
No obstante este detalle, en la Santa Catarina de habla portuguesa, que no veranea sino que labora a destajo, la conmoción no fue menor que en el Río de la Plata propiamente dicho.
El aluvión que proviene de allende los límites de Misiones y Corrientes dispuesto a descorrer (o redescorrer) el velo del júbilo imperecedero y mitológico de la torcida de la camiseta verde-amarilla preanuncia a la actual como la temporada más exitosa de todas las épocas para la zona, si hemos de dar crédito a la crónica que Moacir Pereira escribió para la página dos del diario O Estado, editado en la capitalina Florianópolis en el curso de esas jornadas que luego fueron de tribulación.
Es obvio -puesto esto de relieve sin la menor intención de zaherir a los brasileños, quienes oficiaron una misa en la Iglesia Matriz de Santa Inês en sufragio de las víctimas- que escasos sectores de los alimentados por la inyección de recursos traídos por los argentinos dejaron de sentirse alarmados debido a la repercusión que sobre el flujo de pasajeros que circulan por la rodovia pudieran tener los sucesos.
La discusión pública que sobrevino alcanzó un voltaje subido luego del segundo accidente según narra Pereira con elegante prosa lusitana en el mismo periódico: la primera y más grande de las catástrofes tuvo las connotaciones exteriores de una fatalidad inducida por la imprudencia del conductor. Esto cooperó para reforzar la tranquilidad de los catarinenses, quienes se autodesobligaron y autodisculparon en consecuencia, con rápidas cortesías fúnebres hacia Argentina y visitas ministeriales al enclave serrano donde se produjo el siniestro.
Sin embargo, el via crucis de connacionales y brasileños no habría sido -como se imaginaba al comienzo de lo que resultó posteriormente una seguidilla mortal- sólo una casualidad: el desbarrancamiento fatal el jueves 14 de otro micro argentino tras el atroz accidente de la madrugada del miércoles anterior, que fue también inmediatamente próximo en el espacio, pues ocurrió a tres kilómetros y medio del lugar en el que el ómnibus de Tucumán colisionó, dinamitó la tranquila hipótesis de la mala suerte; enseguida, el debate ardió en ese Estado del país tropical, resucitaron los muertos de nacionalidad brasileña caídos en la misma ruta, revivieron las acusaciones por la escasas inversiones viales y el pobre mantenimiento, se comenzó a tejer y destejer la madeja de responsabilidades estaduales y federales, etc., y nadie pudo detener, en suma, el estremecimiento de las cámaras de comercio frente a las posibles reacciones de pavor de los que se hallaban a punto de adquirir sus boletos en los andenes de las terminales de Salta, Neuquén, Formosa, Concordia o Mendoza.
LO ETERNO
Mientras tanto, varios de los que ya estábamos allí comenzamos calladamente a preguntarnos si el éxodo nacional (con abundancia de entrerrianos, entre otros muchísimos provincianos) desde pagos menos hostiles al momento de recorrer la geografía turística por vía terrestre estaba justificado por los atractivos de esa Meca atrapada entre morros altivos y peligrosos.
Bien. ¿Qué decir del miedo?, ¿que no existía? Cualquier aseveración que lo niegue es falsa. El fantasma de la vuelta, para los que habían arribado sin novedades, rondaba entre excursión y excursión a las playas lindísimas. Pero el temor, como decía el escritor francés Sthendal, es básicamente pérdida de tiempo, y si algún material debemos emplear los argentinos en Brasil al máximo son los días. Los días son siempre escasos. Al contrario, en ese paraíso, todo, absolutamente todo, alcanza subitamente una cifra infinita: las sensaciones, las personas, el continente encerrado en una nación inmensa aun en la pequeñez de Camboriú, la confrontación de los prejuicios acarreados por nosotros mismos y ajenos a la realidad, el sabor de las frutas exóticas, las formas extraordinarias de las chicas y su simpatía, y la languidez de una tierra en la que la lluvia no moja porque -atiéndame- es claro que uno le da importancia al estar seco cuando eso tiene algún valor (y ese fenómeno epidérmico de apreciación es desconocido como efecto de la meteorología benigna de Camboriú).
Cruzando la frontera del shopping o de la tienda callejera, a los que la malevolencia y la ironía argentinas han convertido -con injusticia desmedida- en modelos de la estupidez del paseante argentino, aunque ellos sólo son demostrativos de que los argentinos tenemos idénticas compulsiones al consumo que el resto de los mortales de cualquier hemisferio y nada más, hay mucho para ver y nuestra gente lo ve.
Es verdad que miramos como espectadores modestos, un poco sin darnos cuenta, sin afán de crónica exquisita o relato épico, en otras palabras (seamos adultos y concientes), como ha ocurrido siempre desde que los fenicios se posaban en cada puerto a intercambiar vasijas con los nativos, desde que los genoveses apuntaban en sus bitácoras -junto a la contabilidad de la última transacción menuda- las costumbres de las villas lejanas por las que merodeaban o desde que los marineros de Plymouth narraban con gestos grandilocuentes anécdotas sobre los gauchos de las pampas a sus hijos.
En Camboriú, las ánforas y los aceites primitivos -las cráteras y el nepente de los cuentos de los autores clásicos- de los comerciantes de la antigüedad se volvieron para los argentinos sábanas y toallas compradas por quilaje, y los caballeros semisalvajes de espuelas de los cuentos anglosajones mudaron en mujeres ondulantes; sin embargo, la esencia de ese pacto rezumante por el que los tratantes se comprometen y comprometían en toda edad del universo al intercambio de dinero y experiencias sazonadas con la sal de la extranjería sigue tan vigente sobre la fina arena catarinense como en las eras remotas en que Marco Polo fatigaba sus derroteros.
LA COSECHA DEL VIAJERO
Ahí, frente al mar verdoso, en una sudamericana Cartago contemporánea propicia al cambalache y al mercadeo de objetos desdeñables o no, se presenta como realmente es ante los connacionales quien ya se ha colado en la piel de un personaje de una radionovela de transmisión y factura caseras que se repite voz a voz en cada ocasión en que un familiar o un amigo hace el camino del Brasil. En esa ciudad abigarrada, el brasilero (y las brasileras, porque cada género merece una consideración distinta) se recrean para los argentinos que los creyeron durante generaciones idénticos a una imagen pintoresca que no siempre -aunque sí a menudo, con los pertinentes retoques- se exhibe como fidedigna.
Porque no pueden negarse las diferencias, incluso en esta porción sureña del gigante, más susceptible que otra a las relaciones de vecindad con los hispanoparlantes que habitan el último escalón descendente de la escalera que conduce a la Antártida.
Brasil es menos Europa que Argentina y eso no lo hace ni mejor ni peor: únicamente lo hace diverso y... atractivo. Frecuentemente, el ojo del rioplatense se sorprende por la dureza del trabajo en el país de sus anfitriones. Por este rincón del globo terráqueo (como por tantos otros) no pasaron ni el General ni Evita, y ni hoy, ni mañana, ni pasado mañana es San Perón.
Por supuesto que se lo extraña al General, diciéndole a todo el mundo que hay que trabajar sin caer en la esclavitud, con salarios dignos y descansos razonables, aunque más se extraña el hecho de que los brasileños no parecen echar de menos que su historia carezca de esa presencia tutelar montada en un manchado estupendo (e inquieta también de manera superlativa el suponer que nunca la desearon ni la desearán). Solamente trabajan y se ríen, cuando pueden, de que deban trabajar, aunque les duela, y hacen, de necesidad, virtud. ¿Un buen salario promedio aquí? Con mucha fortuna y viento a favor, el equivalente a nuestros ciento veinte pesos por ocho horas de labor al modo del Brasil, que no es -téngalo por seguro- el modo argentino.
Por supuesto que emociona -y perturba-, entre otras cosas notables, esa mezcla de piedad religiosa y respeto por los que han sido distinguidos de su prójimo por alguna dolencia en su cuerpo, algo bastante inusual para nuestra concepción, algo que para el brasileño parece manifestar -supongo-, como en el caso de los santos inocentes españoles, lo sagrado que reside en todos los marcados por Dios con un estigma en el que la reverencia popular quiere encontrar la huella del llamado de los Cielos para recorrer el camino de la Gloria por las encrucijadas del padecimiento y lo extravagante.
Por supuesto que se embelesa uno con las garotas espléndidas, de mirada clarísima y cabello negro profundo ataviadas todas con rara y discreta uniformidad, tan incomprensibles frente al estereotipo nacional argentino producido para matar: la ropa para salir, definitivamente, es una obsesión ítalo-criolla que nos deparó la genética, y normalmente, incluso aquél/la de entre nosotros que en la superficie desdeña esa manía se preocupa en mostrarlo hasta el paroxismo, como las pintorescas y adorables chicas de la bohemia santafecina que visten tan cuidadosamente al descuido que hasta calculan la cantidad de flecos de sus jeans y la armonización de los colores de los remiendos de sus bolsas de cáñamo compradas en una boutique étnica de la peatonal San Martín.
Al fin, por supuesto, vale la pena padecer el miedo a las acechanzas de la rodovia federal BR-470 para acercarse a Camboriú siquiera por unos instantes. Porque, como decía Lope de Vega en su poesía a propósito de las mortificantes y a la vez deliciosas peripecias del amor -formulando simultánea y taimadamente la advertencia y el convite-, quien lo probó, lo sabe.
Gustavo F. Soppelsa, circa febrero del 2000
Esa representación esquemática de la ilusoria distancia entre la efervescencia candorosa de la vida y su aniquilación semejó una parábola meramente infantil y endeble en la traicionera rodovia federal BR-40. La fábula fácil fue desmentida por el horror, e igual destino sufrió, como señalaba un periodista de Santa Catarina, la credulidad optimista de las autoridades del Brasil respecto del refrán que reza que nunca un rayo cae dos veces en el mismo sitio.
Alrededor de una cincuentena de argentinos y escasos brasileños, que perecieron en sendos accidentes de tránsito rumbo al balneario catarinense de Camboriú en los recodos altaneros de la Serra de Santinha en las proximidades del municipio de Pouso Redondo, ubicado en el Alto Vale do Itajaí, tuvieron el sombrío privilegio de traer a primer plano la creciente mixturización -en todos los órdenes- de las dos sociedades más dinámicas del grupo unido en torno a la concertación arancelaria entretejida por los problemáticos ministerios de Hacienda que el Palacio de Planalto y la Casa Rosada comandan.
Como es habitual en todo lo que tenga algo de humano sea aquí, en el hermano país o en Finlandia, el trasfondo de este drama estuvo sometido a no tan lejanas determinantes económicas: el espejismo de las ventajas de la troca del peso por el real y la consiguiente duplicación de los números y los billetes de nuestra denominación en las manos de los que llegaban desataron un frenesí que, más allá del episodio cambiario puntual que califica a este verano del año 2000, tiene algo de idilio ya folklóricamente asentado en las tradiciones de la clase media argentina.
EL TEMBLOR
Contradicción aparente mediante, la tragedia shockeó más a los nacionales que se encontraban distantes del escenario de los acontecimientos que a los protagonistas secundarios -en concreto al resto de los turistas de todas las provincias de nuestra República- que viboreaban su alborozo por la bulliciosa Avenida Brasil: la curiosidad, la avidez por la diversión y, por cierto, la explicable, insuperable e ingenua superstición que hace nacer el temor a atraer la desgracia a través del simple acto de pensar en la desgracia enjugaron el sudor frío que estremeció a todos cuando la noticia se divulgó y se coló en las habitaciones de los hoteles propalada por las cadenas de televisión y el boca a boca de los choferes y coordinadores.
No obstante este detalle, en la Santa Catarina de habla portuguesa, que no veranea sino que labora a destajo, la conmoción no fue menor que en el Río de la Plata propiamente dicho.
El aluvión que proviene de allende los límites de Misiones y Corrientes dispuesto a descorrer (o redescorrer) el velo del júbilo imperecedero y mitológico de la torcida de la camiseta verde-amarilla preanuncia a la actual como la temporada más exitosa de todas las épocas para la zona, si hemos de dar crédito a la crónica que Moacir Pereira escribió para la página dos del diario O Estado, editado en la capitalina Florianópolis en el curso de esas jornadas que luego fueron de tribulación.
Es obvio -puesto esto de relieve sin la menor intención de zaherir a los brasileños, quienes oficiaron una misa en la Iglesia Matriz de Santa Inês en sufragio de las víctimas- que escasos sectores de los alimentados por la inyección de recursos traídos por los argentinos dejaron de sentirse alarmados debido a la repercusión que sobre el flujo de pasajeros que circulan por la rodovia pudieran tener los sucesos.
La discusión pública que sobrevino alcanzó un voltaje subido luego del segundo accidente según narra Pereira con elegante prosa lusitana en el mismo periódico: la primera y más grande de las catástrofes tuvo las connotaciones exteriores de una fatalidad inducida por la imprudencia del conductor. Esto cooperó para reforzar la tranquilidad de los catarinenses, quienes se autodesobligaron y autodisculparon en consecuencia, con rápidas cortesías fúnebres hacia Argentina y visitas ministeriales al enclave serrano donde se produjo el siniestro.
Sin embargo, el via crucis de connacionales y brasileños no habría sido -como se imaginaba al comienzo de lo que resultó posteriormente una seguidilla mortal- sólo una casualidad: el desbarrancamiento fatal el jueves 14 de otro micro argentino tras el atroz accidente de la madrugada del miércoles anterior, que fue también inmediatamente próximo en el espacio, pues ocurrió a tres kilómetros y medio del lugar en el que el ómnibus de Tucumán colisionó, dinamitó la tranquila hipótesis de la mala suerte; enseguida, el debate ardió en ese Estado del país tropical, resucitaron los muertos de nacionalidad brasileña caídos en la misma ruta, revivieron las acusaciones por la escasas inversiones viales y el pobre mantenimiento, se comenzó a tejer y destejer la madeja de responsabilidades estaduales y federales, etc., y nadie pudo detener, en suma, el estremecimiento de las cámaras de comercio frente a las posibles reacciones de pavor de los que se hallaban a punto de adquirir sus boletos en los andenes de las terminales de Salta, Neuquén, Formosa, Concordia o Mendoza.
LO ETERNO
Mientras tanto, varios de los que ya estábamos allí comenzamos calladamente a preguntarnos si el éxodo nacional (con abundancia de entrerrianos, entre otros muchísimos provincianos) desde pagos menos hostiles al momento de recorrer la geografía turística por vía terrestre estaba justificado por los atractivos de esa Meca atrapada entre morros altivos y peligrosos.
Bien. ¿Qué decir del miedo?, ¿que no existía? Cualquier aseveración que lo niegue es falsa. El fantasma de la vuelta, para los que habían arribado sin novedades, rondaba entre excursión y excursión a las playas lindísimas. Pero el temor, como decía el escritor francés Sthendal, es básicamente pérdida de tiempo, y si algún material debemos emplear los argentinos en Brasil al máximo son los días. Los días son siempre escasos. Al contrario, en ese paraíso, todo, absolutamente todo, alcanza subitamente una cifra infinita: las sensaciones, las personas, el continente encerrado en una nación inmensa aun en la pequeñez de Camboriú, la confrontación de los prejuicios acarreados por nosotros mismos y ajenos a la realidad, el sabor de las frutas exóticas, las formas extraordinarias de las chicas y su simpatía, y la languidez de una tierra en la que la lluvia no moja porque -atiéndame- es claro que uno le da importancia al estar seco cuando eso tiene algún valor (y ese fenómeno epidérmico de apreciación es desconocido como efecto de la meteorología benigna de Camboriú).
Cruzando la frontera del shopping o de la tienda callejera, a los que la malevolencia y la ironía argentinas han convertido -con injusticia desmedida- en modelos de la estupidez del paseante argentino, aunque ellos sólo son demostrativos de que los argentinos tenemos idénticas compulsiones al consumo que el resto de los mortales de cualquier hemisferio y nada más, hay mucho para ver y nuestra gente lo ve.
Es verdad que miramos como espectadores modestos, un poco sin darnos cuenta, sin afán de crónica exquisita o relato épico, en otras palabras (seamos adultos y concientes), como ha ocurrido siempre desde que los fenicios se posaban en cada puerto a intercambiar vasijas con los nativos, desde que los genoveses apuntaban en sus bitácoras -junto a la contabilidad de la última transacción menuda- las costumbres de las villas lejanas por las que merodeaban o desde que los marineros de Plymouth narraban con gestos grandilocuentes anécdotas sobre los gauchos de las pampas a sus hijos.
En Camboriú, las ánforas y los aceites primitivos -las cráteras y el nepente de los cuentos de los autores clásicos- de los comerciantes de la antigüedad se volvieron para los argentinos sábanas y toallas compradas por quilaje, y los caballeros semisalvajes de espuelas de los cuentos anglosajones mudaron en mujeres ondulantes; sin embargo, la esencia de ese pacto rezumante por el que los tratantes se comprometen y comprometían en toda edad del universo al intercambio de dinero y experiencias sazonadas con la sal de la extranjería sigue tan vigente sobre la fina arena catarinense como en las eras remotas en que Marco Polo fatigaba sus derroteros.
LA COSECHA DEL VIAJERO
Ahí, frente al mar verdoso, en una sudamericana Cartago contemporánea propicia al cambalache y al mercadeo de objetos desdeñables o no, se presenta como realmente es ante los connacionales quien ya se ha colado en la piel de un personaje de una radionovela de transmisión y factura caseras que se repite voz a voz en cada ocasión en que un familiar o un amigo hace el camino del Brasil. En esa ciudad abigarrada, el brasilero (y las brasileras, porque cada género merece una consideración distinta) se recrean para los argentinos que los creyeron durante generaciones idénticos a una imagen pintoresca que no siempre -aunque sí a menudo, con los pertinentes retoques- se exhibe como fidedigna.
Porque no pueden negarse las diferencias, incluso en esta porción sureña del gigante, más susceptible que otra a las relaciones de vecindad con los hispanoparlantes que habitan el último escalón descendente de la escalera que conduce a la Antártida.
Brasil es menos Europa que Argentina y eso no lo hace ni mejor ni peor: únicamente lo hace diverso y... atractivo. Frecuentemente, el ojo del rioplatense se sorprende por la dureza del trabajo en el país de sus anfitriones. Por este rincón del globo terráqueo (como por tantos otros) no pasaron ni el General ni Evita, y ni hoy, ni mañana, ni pasado mañana es San Perón.
Por supuesto que se lo extraña al General, diciéndole a todo el mundo que hay que trabajar sin caer en la esclavitud, con salarios dignos y descansos razonables, aunque más se extraña el hecho de que los brasileños no parecen echar de menos que su historia carezca de esa presencia tutelar montada en un manchado estupendo (e inquieta también de manera superlativa el suponer que nunca la desearon ni la desearán). Solamente trabajan y se ríen, cuando pueden, de que deban trabajar, aunque les duela, y hacen, de necesidad, virtud. ¿Un buen salario promedio aquí? Con mucha fortuna y viento a favor, el equivalente a nuestros ciento veinte pesos por ocho horas de labor al modo del Brasil, que no es -téngalo por seguro- el modo argentino.
Por supuesto que emociona -y perturba-, entre otras cosas notables, esa mezcla de piedad religiosa y respeto por los que han sido distinguidos de su prójimo por alguna dolencia en su cuerpo, algo bastante inusual para nuestra concepción, algo que para el brasileño parece manifestar -supongo-, como en el caso de los santos inocentes españoles, lo sagrado que reside en todos los marcados por Dios con un estigma en el que la reverencia popular quiere encontrar la huella del llamado de los Cielos para recorrer el camino de la Gloria por las encrucijadas del padecimiento y lo extravagante.
Por supuesto que se embelesa uno con las garotas espléndidas, de mirada clarísima y cabello negro profundo ataviadas todas con rara y discreta uniformidad, tan incomprensibles frente al estereotipo nacional argentino producido para matar: la ropa para salir, definitivamente, es una obsesión ítalo-criolla que nos deparó la genética, y normalmente, incluso aquél/la de entre nosotros que en la superficie desdeña esa manía se preocupa en mostrarlo hasta el paroxismo, como las pintorescas y adorables chicas de la bohemia santafecina que visten tan cuidadosamente al descuido que hasta calculan la cantidad de flecos de sus jeans y la armonización de los colores de los remiendos de sus bolsas de cáñamo compradas en una boutique étnica de la peatonal San Martín.
Al fin, por supuesto, vale la pena padecer el miedo a las acechanzas de la rodovia federal BR-470 para acercarse a Camboriú siquiera por unos instantes. Porque, como decía Lope de Vega en su poesía a propósito de las mortificantes y a la vez deliciosas peripecias del amor -formulando simultánea y taimadamente la advertencia y el convite-, quien lo probó, lo sabe.
Gustavo F. Soppelsa, circa febrero del 2000
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