diumenge, 24 d’agost del 2008

Caída final del guerrero ciego y atroz


“Anacleto Medina nació en las Misiones en 1786. Era un niño cuando ingresó en el famoso cuerpo de Blandengues donde se hizo amigo de José Gervasio Artigas. Fue uno de los hombres de confianza del jefe oriental hasta 1817, en que se le separó disgustado por su papel durante la invasión portuguesa. Pasó a Entre Ríos y se puso al mando del general Francisco Ramírez, quien lo nombró comandante. Aquellas fuerzas harapientas les dieron frecuentes disgustos a los porteños, a punto tal que junto con las tropas santafesinas al mando de Estanislao López los derrotaron completamente en la batalla de Cepeda.
“Después, ambos jefes entraron en conflicto, y el futuro Patriarca de la Federación venció al Holofernes entrerriano en Coronda. Este, aliado con el chileno Carreras, se enfrentó con el cordobés Bustos en Cruz Alta, el 16 de julio de 1821. Días más tarde, Pancho Ramírez chocó en Arroyo Seco con los hombres del coronel Francisco Bedoya. Como siempre, iba a su lado la Delfina, su mujer, intrépida amazona que no vacilaba en vestir chaqueta militar y blandir amenazante la lanza. También lo acompañaba Anacleto Medina.
“El caudillo venía exhausto y en retirada cuando aquellas fuerzas le cortaron el paso. Las enfrentó con arrojo, mas todo fue en vano. Su caballo estaba ileso y lo alejó de las balas. Pero oyó un grito desgarrador: su amada le reclamaba que no la abandonase. Volvió grupas, dio un alarido de furia y se lanzó sobre los enemigos. De pronto, un proyectil que rebotó en un árbol solitario lo hirió en la frente y lo dejó sin vida. Medina no vaciló y con sus lanceros formó un especie de escudo que permitió sacar a la Delfina de aquel campo de desolación y muerte. A costa de matar caballos se internaron en el Chaco y llegaron a Entre Ríos para incorporarse a las fuerzas de Ricardo López Jordán. Mientras tanto, López disponía que la cabeza de su adversario fuese embalsamada y quedara exhibida, para escarmiento, en una jaula. Realizó esa tarea el cirujano Manuel Rodríguez, suegro del gobernador, que cobró por tan macabro trabajo un módico precio.
“La vida de Medina fue en aquellos años tremendos una pelea constante. Estuvo en las guerras del Litoral, participó en la campaña al desierto comandada por Martín Rodríguez, combatió en la guerra del Brasil, estuvo en los enfrentamientos de blancos y colorados, junto a estos últimos, en su patria, y en las campañas contra Rosas en territorio argentino. La crueldad entonces estaba al orden del día: los soldados de Oribe colocaban bajo los jergones de las mujeres cuarteleras, en son de broma, trozos de cuerpos humanos, y los unitarios soñaban, por ejemplo Avelino Balcarce, en cortar las cabezas de sus adversarios ‘como pasto’.
“Sería imposible narrar las aventuras vividas por Medina, ese hombre despiadado. En 1858, pasado a las filas blancas, fue el ejecutor de la tremenda Hecatombe de Quinteros, en la que murieron víctimas de su traición el general César Díaz y otros jefes. Aquel día, dice su biógrafo, Medina manchó para siempre su nombre. Sin embargo siguió empeñado en las duras luchas intestinas del Uruguay y trató sin éxito de oponerse a la invasión que en 1863 realizó, desde la Argentina, Venancio Flores.
“En septiembre de 1870 se halló junto al célebre general guerrillero Timoteo Aparicio y participó en el combate de San Severino, favorable a los blancos, quienes, sin embargo, fueron vencidos poco después en Las Piedras. Casi un año más tarde, Aparicio se enfrentó a las tropas del gobierno en Los Manantiales, departamento de Colonia. Aquel 17 de julio, Medina murió tan bárbaramente como había vivido. Dice Eduardo Acevedo Díaz que se había recomendado al anciano general un ataque por sorpresa sobre las líneas enemigas, pero la carga de caballería no tuvo el vigor de otras veces. Los soldados del general Enrique Castro lograron rehacerse y desbandaron a los revolucionarios blancos. Empeñado en detenerlo ‘el general Medina se negó al pedido de sus oficiales de que se apresurara a ponerse a salvo quedándose a la retaguardia de sus tropas en dispersión. Montaba un caballo de primer orden, considerado de los mejores del ejército como animal de carrera. En su pertinacia, fue sujetando riendas, mientras la caballería contraria, lanzándose a la persecución, bajaba a gran galope la cuchilla, cubriendo materialmente el espacio a su frente con una lluvia de boleadoras.
Una de éstas trabó el caballo de Medina. Cuando esto sucedió, el general se encontraba ya rezagado y solo. Su ceguera senil, que hacía más completo el sombrío panorama de aquella tarde cruda de invierno, contribuyó a su perplejidad para tomar rumbo seguro en trance tan supremo. Liado su caballo, en el acto se arremolinó en su derredor gran número de lanceros enemigos en importante tropel, derribándolo con heridas mortales’. ‘El general Medina -agrega el político e historiador uruguayo- fue sepultado a medio cuerpo, después de haber sido mutilado y desollado de manera minuciosa y concienzuda’. Tenía ochenta y cinco años. (...)”
Miguel Ángel De Marco, “La Patria, los hombres y el coraje. Historias de la Argentina heroica”