dimecres, 13 d’agost del 2008

Balance


Hoy, a poco de alcanzar las dos décadas de mi primer cuarto de siglo, realicé un repaso de ese lapso. Apareció ese “tema” en mi cabeza. Créanme: sólo apareció. Sin duda apareció porque, hace veinte años, por algunas circunstancias con las que no aburriré, mi vida era, en cierto modo, una tabula rasa. No lo era en el sentido de carecer de “antecedentes”, que ya se tienen algunos a los veinticinco años, sino porque el porvenir se me presentaba entonces “en blanco”, sin previsiones de ninguna naturaleza.
Por eso, algunas cosas que durante estos veinte años, posteriores a aquella pizarra virgen, me ocurrieron, de pronto se me presentan, no diré como “asombrosas”, ya que eso suena a mala (auto) biografía apologética o hagiografía, aunque sí como bastante… inesperadas.
Desde ese punto de vista, y aclarado que ha sido que no me he andado en meditaciones raras sobre el origen del Ser y el Infinito, la Inmortalidad del Loto, ni nada por el estilo por fuerza de mi cumpleaños, debo rechazar también el concepto de “balance” que se me ha pedido. Eso me lo pide el Fisco cada tanto, y así va mi relación con el Fisco…
Encuentro como poco adecuada la noción de “balance” para una meditación sobre la vida. Los balances hablan, hasta donde mi escaso conocimiento de la contabilidad alcanza, de montos que se intercambian, de equilibrios, de lo que se sacó y se puso, o se invirtió y se perdió, o se ganó. Y el balance, además, tiene reglas. Tiene una preceptiva previa que indica por qué, cuándo y cómo el balance, valga la redundancia, debe ser considerado positivo o negativo, o sea si el balance puede otorgar un diagnóstico de éxito o fracaso, que a eso vamos cuando andamos “balanceando” en una empresa económica.
La diferencia, pues, es tajante, a mi criterio: nada más alejado de una preceptiva de manual que la vida, que las decisiones de la vida. Nada más distante de los afanes y azares de la vida que la noción de entradas y salidas que nutre un proceso contable que puede ser sometido a balance.
¿Los actos de la vida son para ganar o perder? No lo sé. Son para vivir, eso seguro. ¿Tiene la vida que ver con ganar o perder? No lo sé. ¿Perder o ganar qué? No sé con exactitud tampoco responder esto. Y aquí me viene a la mente aquello que decía Dn. Fernando Savater sobre la famosa pregunta acerca de si tiene sentido o no la vida. Como él afirmaba algo chistosamente, ésta es una pregunta más adecuada para un feto que para un hombre. Ya estamos aquí, así que como dice el refrán, “una vez en el baile, hay que bailar”.
No me gusta la palabra “balance” para estas reflexiones. Porque, al fin, si esto fuera un balance, podríamos hacer lo que con cierta facilidad se hace en Economía, que es reducir los cálculos a moneda constante: si Gustavo invirtió X en 1996, esto quiere decir que en moneda constante llevó a cabo un dispendio Y que hoy debería redundar en Z. Eso, me temo, no se puede consumar como operación quirúrgica “sobre la vida”. No hay una “moneda constante” para “toda la vida”. El valor de hoy es el de hoy, y poco puede tener que ver con el de entonces, y no hay fórmula para validaciones perennes. El “valor” existencial de 1996 jamás será reductible al de este miércoles 13 de agosto de 2008, y por tanto la tentativa es fallida: no se puede calcular, ya se sabe, con sumas y restas comunes a cuanto asciende el total de manzanas que queda en un cajón si a ellas les agrego peras y tomates. O sí. Quizá el ejemplo, por el absurdo en relación al concepto de balance valga la pena: tal vez podemos apuntar que, exactamente, sabemos cuántas manzanas hay, y son las que jamás nunca podrán adicionarse a las peras y a los tomates. Lo cual no sería poco en términos de sabiduría, pero para un “balance”… qué va.
La vida carece de manuales para que nos sea posible redactar epílogos a los que se les agregan balances basados en métodos con reglas. La vida humana no tiene reglas, precisamente por ser humana. Si el hombre es por definición, y es la que me gusta de todas ellas, el animal simbólico, no menos podría decirse que es también el animal sin reglas. Aquello que decía el filósofo existencialista de que el tigre siempre es el primer tigre… al contrario del hombre. Totalmente verdadero, sí. El tigre tiene reglas. Desde el primer tigre hasta ahora, los infinitos tigres serán siempre el modelo regulado del primer tigre. Sin libertad de alterarse. El tigre siempre es el primer tigre, y el último tigre será sin cambios su antepasado más remoto.
¿La libertad? ¿Existe nuestra libertad? No seré yo cuando falta menos de una hora para entrar en la honorable vejez de mis cuarenta y cinco años el destinado a deslumbrar a Oriente y Occidente con un descubrimiento de tal fuste: ya Kant la definió como un noúmeno, del que no podemos hablar razonablemente. Sí sé que, aun en la estrechez del margen de la “situación”, cuando esa situación no es pura fuerza irresistible que nos levanta en vilo, y, seguramente, con más frecuencia de lo que nos gusta admitir, hay un número, a veces reducido sí, de senderos alternativos entre los cuales escoger. La elección, hay que reconocerlo, de esos caminos a menudo tiene poco de “libre”: quién sabe cuántas cosas nos llevan los pies en una dirección u otra. Pero, incluso así, incluso a despecho de que se vislumbre en “las situaciones” de la vida una especie de resucitada Providencia, imagino que resta todavía un margen utilizable para que uno se dé el gusto de ser quien es.
Inútil debatir en nuestro interior sobre la amplitud de los márgenes pasados, y cuanto debimos medirlos y medirnos a los fines de buscarles la moneda constante de referencia para, en nuestro hoy, saber qué provecho (o derroche) nos trae aparejado un “balance” actual y admonitorio de coste-beneficio.
Sugiero para mí, porque no dicto lecciones en este terreno, sólo mirar. Mirar hacia atrás, porque hay que recordarse, hay que saber de uno, luego mirarme hoy y, sobre todo, intuirme cómo seré mañana para volver a realizar, como desde hace ya cuatro décadas y media, un imposible intento de mantener constante el valor de la moneda de los actos de mi vida al menos por una semana, y si me alcanzan las fuerzas y el discernimiento y la pasión, y la capacidad de algunos órganos más nobles y menos nombrables, también por algunos años de modo que a la precaria y económica estructura de mi ser se le dé por concluir en tiempos en que me atenacen necesidades de “balances” que, para simpatía del mundo, me encuentro en un ciclo de vacas gordas, y mis acciones cotizan en alza. Aunque ya se sabe lo de Wall Street de 1929. Continuará.
Gustavo F. Soppelsa, 11:43 p. m., hora del Septentrión