dimecres, 15 de febrer del 2012

SEGUNDA DECAPITACION DE JUAN DE LANUZA EL MOZO

Alguien, da la brutal impresión, sufría recientemente las iras y los mismos desvelos que Felipe II muchos siglos antes: se cuenta que hacia abril de 1590, Antonio Pérez, caído en desgracia ante el rey, burló su prisión de Madrid y se refugió en Zaragoza, adonde acudió a solicitar la protección de los Fueros locales. Frustrado el monarca porque el proceso que instaba frente al Justicia de Aragón se dilataba, se armó de un tribunal que soslayaba cualquier límite, la Inquisición, y lo detrajo del juzgamiento común que sobrellevaba. Esto provocó la revuelta que, en 1591, fue sofocada por las tropas fieles al rey y culminó con la decapitación de Juan de Lanuza en la plaza del mercado. Por estos días que corren, la decapitación es mal asunto para un progresismo de izquierdas y de derechas en una España donde el debate sobre la violencia de género es un tópico imprescindible. Cualquiera diría que esa España de graves entorchados y daga filosa, y verdugo, sólo sobrevive en los infolios todavía no reabsorbidos en soporte electrónico. Como si habitara fabulosa en los rumores fantasmales e ininteligibles de los supuestos gruñidos de Jorge de Burgos en una novela de Eco mientras a aquél se lo escucha despotricar a ciegas contra la risa como debilitadora del alma. Pese a todo, la decapitación infamante, llamada ahora “sentencia”, de cinco jueces del Tribunal Supremo de España por unanimidad ha dado al traste, parece, con la carrera de Baltasar Garzón. No haremos de España escarnio por ser reino de injusticias, ya que éstas señorean por muchas naciones, pero sí vale decir que en España el escarnio tiene cierta connotación de pena prestigiosa, fuertemente atrabiliaria. No ha bastado a la corriente de opinión contraria a la investigación de los crímenes del franquismo poner coto ideológico y político a su mentor, aun cuando el tema pudiera ser respetado como cuestión debatible: cierto estamento recalcitrante ha tenido según se observa la indelicadeza de revivir la vergüenza y la humillación como pena accesoria de un reo, y ha hecho además el revival de la ejecución de Juan de Lanuza el Mozo en la plaza del mercado aguardando la sumisión de los insumisos. La oscura capa del ultramontano Felipe II planea sobre la Península y renacen las más tenebrosas de sus pulsiones. Y no ha de señalarse a los Borbones maltratados hoy como portadores de este gen que reivindica la ejecución pública y también la consiguiente fórmula costumbrista de sambenitar, tan cara a la tradición ibérica. No es un gen de la realeza, sino un mal hábito y un mala sombra de una sociedad resentida y atemorizada, que prefiere la brea y las plumas del reo sentado de espaldas sobre el asno y casi desenfadadamente la burla a la discusión civilizada. Linchamientos son linchamientos, que lo mismo da que los propinen cinco jueces, si es por venganza y no estando a Derecho. A Baltasar Garzón no sólo se lo ha querido detener en su afán de pesquisa, sino se lo ha querido escarmentar. Y con él se ha querido escarmentar por un buen tiempo al que levante cabeza, trayendo a las memorias la circunstancia de que las cabezas alzadas se pueden talar. Triste forma de reinar la de sus enemigos. Triste en el siglo XXI en esta España tan admirable en tantos sentidos. La tromba de la soldadesca real abatiéndose sobre el Justicia Mayor de Aragón en 1591 por desafiar hasta cierto punto ingenuamente a un déspota a destiempo en un tiempo de déspotas verifica en aquel muerto, tal vez, como adecuado el mote de “el Mozo”, y su apodo transmite al imaginario algo con matices de verdad exhibiendo al personaje como frágilmente temerario para una época durante la cual los deslices contra el poder se pagaban con la vida y la vergüenza. Sobre todo, con la vergüenza. Este tornado de cinco jueces vindicantes del Tribunal Supremo en 2012 expulsando por réprobo a un juez cuya máximo delito ha sido el de querer saldar con verdad, y vaya si pecado en el caso de un magistrado, con justicia, una saga de inhumanidades también provoca un regusto de anacronismo: si aquel noble mozo Justicia de Aragón pecó entonces, hace centurias, de adelantado, el tribunal que ha fallado contra Baltasar Garzón pecó, hace poco, de retrógrado. En tanto falló, al menos, así como lo hizo. Con saña para derrumbarlo ante la multitud. ¿Vuelve por sus fueros, y no por los de Aragón, esa España de charanga y pandereta desde los estrados tribunalicios? ¿O nunca se fue, y estaba oculta? ¿Quién está tan irascible contra Baltasar Garzón como para, como Felipe II, ordenar que la Inquisición entre a saco en el recinto de la nueva democracia española y le dé de palos y lo llene de vergüenza y , al modo de este siglo, lo ejecute ante la chusma que comercia en las calles? Shame of them!

                                                                                                                                   Gustavo Soppelsa