A veces me parece que la abundancia de películas de horror indica que se ha redoblado la apuesta de la gente para luchar contra una certeza de antigua data: la de que el demonio no existe.
El cine sigue imaginando al diablo, ahora en este siglo, con las truculencias perfeccionadas de los recursos digitales, pero ello no evita que el Maligno siga siendo un fantoche.
Siempre lo ha sido. Un fantoche erigido en beneficio (o maleficio, para ser más correcto) de objetivos específicos, tales como ayudar a hacer daño a las personas por parte de otras personas muy de carne y hueso usando coartadas de otro mundo. Un muñeco rojo, más o menos temible, que cooperaba y coopera a fin de que todos estuvieran y estén convencidos de que el mal no es de este mundo, posible o seguramente para obtener una prórroga del enjuiciamiento de actos abominables hasta que los “inspirados por el diablo” lleguen a esa sede fuera de este mundo. O sea: nunca.
Jamás ha existido el diablo. Se ha discurrido mucho filosóficamente sobre las consecuencias de la no existencia de Dios, desde el grito provocador de Nietzsche. Pero, ¿y si matáramos al diablo? ¿Qué ocurriría? La muerte de Dios nos pone ante la suprema y seductora herejía del poder de la voluntad, y de la autocreación. ¿Y si se muere Satanás? En principio, mueren de hambre consecuente unos centenares de miles de trabajadores (de todas las escalas) de Hollywood. ¿Qué dejaría de vivir, además? ¿Qué consecuencias habría? No lo sé a ciencia cierta. Tal vez los noticieros, el telediario como se le llama en España, ya no podría verse durante el almuerzo definitivamente, porque la verdad indigesta, y el género informativo pasaría a ser la veta más escalofriante y sin disputa dentro del mundo del espectáculo.
Pienso que, seguramente, por desgracia, el deicidio es más soportable que la muerte teológica y popular de Mefistófeles: mirar de frente nuestra maldad y la de los otros es un show no apto para la sensibilidad humana, que se complace más en apedrear monigotes alucinatorios que en el ejercicio de la compasión, o en la lucha por la abolición del demonio que todos, en alguna medida, somos.
“San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale Dios pedimos suplicantes y tú, Príncipe de
(Vieja plegaria murmurada probablemente desde principios del siglo XX y su primera mitad en las parroquias de las ciudades de la provincia Entre Ríos, según autorizada versión materna)
Gustavo F. Soppelsa
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