dimarts, 16 de setembre del 2008

Healthy dirty money

Siempre estuve atraído por cierta dualidad, empíricamente comprobada, del dinero como fuente de… “poder”. No materialicemos el contenido de ese poder. El dinero se presenta como fuente de poder. Poder para hacer muchas cosas, o para alcanzar muchos fines. Poder para disfrutar, poder para desplazarse, poder para obtener placer, poder para curarse de dolencias curables, o para arribar a una formación académica adecuada, o poder para regocijarse en la tranquilidad de saber que muchas necesidades están cubiertas por una solvente platinum credit card o una bien provista cuenta bancaria. Nadie en su sano juicio negaría ese poder. Se han citado mil veces frases cínicas sobre el desdén secamente propinado al dinero por el altivo estoicismo, todas con una inexcusable carga de ironía justificada por las absolutamente visibles consecuencias del “poder” del dinero. Oscar Wilde se ha cansado de reírse de ello. Con eso de que “los jóvenes creen que el dinero lo es todo. Cuando son adultos comprueban que estaban en lo cierto”. Sin olvidar la hartamente citada frase del mismo autor: “El dinero no es la felicidad, pero sólo un especialista notaría la diferencia”. Son verdades. Porque, como decía Borges, se olvida a menudo que, entre los ingeniosos, Voltaire y Wilde gozan de un privilegio: también decían la verdad, además de ser graciosos.

A la par, hay otro lado de la biblioteca que también dice verdades de a puño, y si el sarcasmo de Wilde en principio ha querido satirizar el desdén puritano e hipócrita con el que se menosprecia al dinero, proferido habitualmente por quien lo tiene muy guardado en la caja fuerte y también por parte de quien le falta por muchas causas, no es menos cierto que hay cosas a las que el dinero no puede llegar, bienes que le son inmunes. Que es como decir que existen cosas a las que su “poder” no puede alcanzar.

El dinero, cualquiera lo sabe, no devuelve la vida a los muertos queridos. Ni cura las enfermedades que en el estado actual de la ciencia son incurables. No hace a los negros blancos, si eso fuera deseable para alguien, malgrado el imbécil de Michael Jackson y sus decoloraciones, y honra a todos los negros que todavía sostienen con altivez su negritud. No detiene el paso del tiempo. No devuelve la lozanía de la juventud. No da sosiego a las alucinaciones de Juana la Loca. No hace latir de nuevo el corazón de Lady Di en La Salpêtrière, en fin, ni blindó la nuca del dorado John F. Kennedy como se pretendía.

¿Por qué vivimos oscilando entre el amor y el desprecio por él? ¿Por qué, en paralelo, mientras damos nuestro asentimiento al irónico y muy despectivo poema de Dn. Francisco de Quevedo, concordamos también con otras frases e ideas sin embargo antagónicas en relación a este ángel/demonio que parece ser el dinero? En primer lugar, supongo, depende mucho de aquello, proverbios mediante, de que “cada cual habla de la feria de acuerdo a cómo le fue en la feria…” Y habrá quien, sin fortuna, para mitigar su pena, putee contra los ricos para consolación y por método huero, y sin otra ambición que el desahogo. ¿Pero son todos los anatemas contra el dinero fruto de la envidia y solamente proferidos por los pobres de vocación? Muchos, seguramente, provienen de ese venero. Pero eso no lo explica todo. Como apunté, hay horrores en medio de mares de dinero para la gente que nada en él, y esta frase de Emile Henry Gauvreay remite a una constatación que a diario se puede llevar a cabo: “Hay gente que pasa su vida haciendo cosas que detesta para conseguir dinero que no necesita y comprar cosas que no quiere para impresionar a gente que odia.”.

Imagino que la base de tantas visiones contrapuestas sobre el dinero reside en algo que tiene alguna simpleza como fenómeno, y que quizá por eso pasa desapercibido: el dinero no da “poder” genuinamente. Es falso que el dinero haga más poderoso a alguien. Más potente. Que un hombre (o una mujer) sea más fuerte por poseer más dinero. Es errado. Pero efectivamente hay una alucinación en toda esta cuestión que produce ese efecto “visual”, y está causada por otro cuadro totalmente real y no alucinatorio: la gente que posee dinero puede controlar las acciones de quienes no lo tienen, sea como fuere. De mil maneras. Y puede llevar a cabo acciones que gente que no lo tiene no puede ejercitar. Puede estudiar donde otros que no lo tienen no pueden. Puede usar ropa de abrigo si hace frío donde otros no tienen para comprarla. Puede una persona absolutamente inmunda físicamente comprarse el cuerpo de otra bellísima cuando otra más pobre, fea o no, es desdeñada por quien es comprado/a por la primera. Y eso es una forma de “poder”. Pero no es… “ser poderoso”. Es otra cosa. Es una especie de “corriente eléctrica diferencial” que alimenta las lámparas de algunos mientras que otros esgrimen velas, no por ser menos “poderosos”, sino porque no les llega el cable de alimentación. ¿Hay alguna persona más refulgente que otra por tener electricidad en vez de una tea? No. Hay gente que tiene luz eléctrica, y gente que no. Sin ningún agregado. Y el detalle, pequeño detalle o a veces gran detalle, es que los seres humanos no producimos electricidad como para encender luces por medio de la tarea épica del hígado o los testículos. La electricidad viene de fuera del cuerpo. Y, por tanto, si la conexión falla por alguna cosa, nos vemos a los tropezones buscando una lumbrera. Todos. Absolutamente todos. Electrificados y no electrificados. No brillamos como arbolitos de Navidad por nosotros mismos.

Muchos pensarán que son éstas reflexiones de alguien que no tiene dinero y aspira a tenerlo. O de un envidioso. Tal vez. Que no tengo dinero es cierto. Que aspiro a tenerlo, también. ¿Que sea envidioso? Menos probable si suponemos que el que suscribe imagina, siguiendo la fábula que está más arriba, que lo envidiable es que, iluminados o no con luz eléctrica, se nos vea de todas formas a todos entre todos y por todos, por nuestra propia luz y no por la de suministro externo. Que uno sea visible, no luminoso necesariamente, sólo visible por lo menos, sin la necesidad imperiosa de una línea de alta tensión a todo dar metida por algún orificio corporal que dejo a la imaginación de los lectores suponer dónde ubicar en la anatomía de la gente.

Hay frases que han puesto, a mi criterio, la cosa en su lugar. Tolstoi lo ha dicho amarga y crudamente, y ha dado la verdadera catadura del dinero. Ni cosa horrenda, ni cosa preciosa. Cosa instrumentalmente potente pero no por sí, ni para el ser humano desde sí ante sí mismo, sino ante los otros, que carecen de él, y ha aseverado: "El que tiene dinero tiene en el bolsillo a los que no lo tienen." Exacto. Ése es el “poder” del dinero. Es el poder de una relación. De más a menos. El dinero es el fluido que alimenta las venas del perdonavidas. No es una capacidad. No. Y como no es una capacidad, y algo que alguien ostente de modo absoluto, en el sentido filosófico, o sea sin dependencia, algo desligado, necesita un vínculo: el “poder” del dinero sólo existe frente a otro que no lo tiene, o tiene menos y queda rezagado. Se ha hecho ver por eso que “la especie humana está compuesta de dos especies distintas: los hombres que piden prestado y los hombres que prestan. A estas dos diversidades originales pueden reducirse todas esas clasificaciones en tribus góticas y célticas, hombres blancos y negros, etc.” (Charles Lamb). De forma acertadísima lo describió Ambrose Bierce en su “Diccionario de diablo”: “Dinero, s. Bien que no nos sirve de nada hasta que nos separamos de él. Indicio de cultura y pasaporte para una sociedad elegante. Posesión soportable.”. Todo dicho. Más sabiduría, imposible.

Debido a este motivo, el dinero no nos sirve para llenar el hueco de nuestras almas cuando cesa de respirar la persona que amamos, o sea cuando no hay con quien traficar, porque a la muerte no se le puede sacar ventaja agitando la billetera. Ahí uno está solo. Para ser poderoso con el dinero tiene que haber un otro al que hacerle crujir los dientes, y ese otro tiene que tener menos que yo, y desear lo que yo deseo para que en la pelea yo sea más que él, sea “poderoso”, por mi moneda de plata de más. No puedo ser poderoso con mi dinero tampoco contra la enfermedad fatal que me carcome por una simple razón: no hay regateo en este punto con nadie, con otra persona. Y como no hay regateo, ni menesterosos a los que sacarles jugo, ni nadie que emplear en medio del paro brutal que tira abajo el salario, ni mujer que seducir con diamantes contra el contrincante que le ofrece un ramo de violetas escuálido, y los virus o el cáncer hasta ahora no han puesto por escrito que quieran determinada suma para dejarnos en paz, no hay “poder” del dinero contra ellos, cuando la suerte para la ciencia está echada y se le han quemado los papeles hasta al laboratorista mejor pago.

Por esto es sencillo de pensar que en un universo, digamos, de un conjunto de cien mil pobres, todos igualmente pobres, el dinero (como “poder”) no tiene ninguna existencia interesante, ni relevante más que como papel moneda o pieza numismáatica. Si todos estos pobres tienen un euro y cada pan que se vende cuesta lo mismo para todos, ¿de dónde puede fluir “poder” entre ellos si no tengo ante quien ejercerlo? Tengo algo absolutamente importante. Tengo el dinero como denominador común de los valores, como dice la Economía Política, para comprarme el pan. Pero no tengo “poder”, porque la igualdad y la falta de desventaja de mi prójimo desintegran ese “poder”. Idénticamente, dentro de un conjunto de cien mil personas, todas poseedoras de mil millones de euros, no hay (entre ellas) “poder” alguno si todos los bienes valen lo mismo para todos los que gozan de esas cantidades fabulosas. Y, desde esa perspectiva, no hay ninguna diferencia humana de fuste entre tener un euro o mil millones de euros en tanto los universos de los “escasos” y los “abundantes” no se intersequen. Así se ha mentado una sencilla e inteligente comprobación: “Un hombre tonto siempre será tonto. Un tonto rico será rico." (Paul Lafitte). Así de llano. ¿De dónde viene entonces este “poder”, que diría Quevedo lo hace a uno hermoso aunque sea fiero? ¿Los tontos por ricos se hacen inteligentes? Por supuesto que no. Pero, como refiere la frase de Lafitte taimadamente, un hombre (en pelotas, y desnudo de todo metálico constante y sonante) tonto -entre otros iguales a él en cantidad de bienes- siempre será tonto a secas y sin atenuantes. Mas, atención ilustrada ciberaudiencia, un tonto rico -o sea un hombre tonto en relación a otros tan tontos como él, o menos o más tontos, pero más… pobres- será simplemente, por el toque mágico de ese pedestal que otorga el tener los números a favor, rico (con lo que se explica perfectamente sin mayor esfuerzo por qué por ejemplo actores o deportistas, o herederos adinerados absolutamente estúpidos pueden posar en televisión como adversarios de Pitágoras de Samos o pensar que suplen en sabiduría a Maimónides).

La pregunta del millón de yenes, niños, pues, no es si el dinero es bueno o malo. Yo lo tengo por absolutamente apetecible, y la lectura de este artículo de mi blog depende de depositar € 0,50 allí en los ordenadores donde todavía queden disketteras de 3 y ½ y de apretar "ENTER", o ya se me están saliendo de aquí antes que llame a la Guardia Civil, que lo gratis hace tiempo se ha esfumado de la civilización occidental y cristiana. La pregunta es si el dinero hace más poderoso a quien lo ostenta o no, y si cuando decimos “poderoso” hablamos de algo específico, si estamos mencionando algo particularmente concreto y ponderable humanamente, algo que nos haga mejores sápiens sápiens. Pienso que sí decimos algo específico: decimos “poderoso” como “más aventajado” en… ventajas. No más aventajado en virtudes, en talentos, en bondades, en disciplina, en sinceridad, en ternura, en aptitud para ser amable o amar, etc. Más aventajado en tener… ventajas, o sea mejor dotado de una hermosa y gran cantera de ases bajo la manga, con más un adicional de quinientas mangas en lugar de las dos de rigor de la chaqueta ordinaria, como se estila en la sastrería del barrio.

Y como siempre hay un niño travieso en esta escuela, que quiere comprarse aquellas zapatillas tan bonitas de su compañero de banco, y no puede, un niño pobre en el fondo del aula, un niño molesto y proletariamente realista, éste nos dirá (pensando tristemente que las niñas lo miran poco por sus indigentes zapatillas, y se regodean más observando al pelmazo ése que luce las más caras): “Pero, maestro, ¿está mal tener ventajas?” No, nen, siempre que la ventaja sea ejercida para emparejar (para que me entiendas, niño, con el fin de que ligues por tu natural encanto en igualdad de condiciones que el hijo del gerente del banco, y no porque él tiene mejor calzado exclusivamente), con lo que en verdad ello no es una “ventaja” sino una especie de retorno al sano equilibrio. Sí está mal tener una ventaja cuando se compite. Cuando se corre por el suelo olímpico, hay que echar el corazón ensangrentado al piso delante de los pies. Es la esencia del deporte por la que te bendicen los dioses cuando se disputa lealmente. La esencia es ese corazón tuyo rodando delante de ti por la vanidad de probar que por tu propia valía eres el mejor. La esencia, niño, está en el esfuerzo para reemplazar con tu osadía el aliento de un dios, que no eres pero puedes llegar a ser, al combatir con tus propios músculos. La esencia está en la perseverancia, y en la altivez de las propias cualidades autoesculpidas. La esencia está en lo que haces contigo mismo. La esencia está en lo que eres y en lo que puedes ser desde lo que eres con lo que eres, y no en lo que impones por la ventaja que te comunica lo que tienes en el bolsillo. Porque esto último es un accidente material, y estamos en el interior de tu bolsillo, un lugar que por muy interior y acogedor, por muy confortable que sea para tus deditos, está fuera de ti y no es una extensión de tu aparato respiratorio o tu vejiga o tu tráquea. Y ahí se acaba el cuento, que de hadas tiene poco, del dinero. Porque la esencia del maratonista, amiguito mío, está en ese corazón que rasga el pecho con ansias dementes por latir más fuerte que el de los otros, en ese amasijo sanguinolento que hierve de anhelos y que rueda por la pista por la pasión de la carrera hasta que finalmente corta la cinta unido por dos hilos de arterias tensas un centímetro delante del tórax del ganador. La esencia está aun más nítida en el maratonista que se muere en el intento de trepar al podio atravesado cuan largo es sobre la meta y delante de los vencidos exhibiendo al cielo ese corazón hecho trizas por la fuerza de sus ímpetus de llegar primero. El “poder” no está en el tenebroso, tramposo corazón bien preparado del atleta que se inyectó el estimulante mañoso que coopera y le da más "poder" para vencer lo que por sí nunca hubiera ganado. Ese corazón de estafador está maldito por los dioses, y tiene el “poder” de la ventaja debida a la trampa innoble, y a ese "poder" le llamamos "engaño" o "fraude", como hay que llamarlo, y al que lo utiliza se lo priva del laurel honrado.

Porque, volviendo clásicamente a los clásicos, nen, como retumbaba Séneca, “el dinero cae en las manos de algunos hombres como un denario cae en una alcantarilla”. Y las alcantarillas, hasta donde se ha averiguado, no dejan de serlo por más que se anden llenando de denarios. Importa, a cada momento, que la mano siga siendo mano y no una alcantarilla. Los denarios serán siempre lo mismo, y no tienen nada de malo en sí, ni lo tiene el que se los acuñe. Tú, cuida tu mano.

Gustavo F. Soppelsa