Durante años, he buscado una palabra que sustituyese a “posesión” en relación a los textos en los que se censura la conducta de los hombres que agreden a sus parejas femeninas, aunque las damas han pasado a tomar la iniciativa desde hace algún tiempo; esto último es un síntoma bastante escalofriante, y un grave problema, además, para los simplificadores de las alternativas de la “violencia de género”, asociación de letras tan al uso y abuso que ya nadie sabe bien qué quiere decir con exactitud, salvo que los hombres somos el colmo de la perversidad, sin mayor abundamiento.
Quizá habría que revisar y readoptar la vieja terminología de las secciones de Policiales de los diarios clásicos y remitir más asiduamente a la convención, no por antigua menos certera, de “drama pasional”: no todo lo ancestral es desacertado, ni todo lo nuevo viene a etiquetar con éxito lo que se observa.
No me convence el vocablo “posesión”, ni el adjetivo “posesivo”, porque ambos padecen de un halo despreciativo que conspira contra el análisis neutral, y eficaz, de lo que pasa en esas hipótesis, por lo demás muy desgraciadas para todo el conjunto involucrado.
Ese conjunto, no nos olvidemos, puede incluir más de una agredida, y culminar con la tragedia de varias personas sin vida, cosa nada inhabitual en medio de estas ráfagas de ira, celos, revancha, impotencia y furia.
La posesión es jurídicamente un “comportamiento de dueño, de propietario”, según lo define el Código Civil, y si desde el inicio suponemos que los hombres, o muchos de ellos, actuamos con las mujeres de esa manera, casi siempre y determinadamente, nos encontramos examinando un sempiterno y malvado vínculo de esclavitud, de apropiación, que poco tiene que ver con el fenómeno de la agresividad a la hora de romperse un lazo sentimental, que es harina de otro costal: es sin duda una especie de la calumnia solapada el imaginar que la regla del modelo preponderante para los hombres es dominar en cuerpo y alma a la mujer que se quiere, en vez de apreciar que la golden rule de ese ideario sea el amarla y cuidarla para casi todos nosotros (machitos). Que los hombres (y las mujeres) exijamos en la monogamia, vuelta a vuelta puesta en tela de juicio teóricamente, “exclusividad”, y que esto tenga algunas tortuosas y torturantes derivaciones en la mente de los seres humanos es otra cosa; flaco favor hacemos a la reflexión llevando al marasmo del sexismo puro y simple algo que es muchísimo más complicado de interpretar y vivir.
La forma en la que un hombre “queda adherido” a una mujer de modo que, después, eventualmente, parece compelido a ajercer violencia contra ella si se le aparta no es tan linealmente explicable. Un hombre herido -sin adverbios- porque su pareja ya no está no es un amo furioso que desea recuperar a su perro, o un propietario indignado por la falta de su auto al llegar al aparcamiento. Quien así lo piense es un necio, y a menudo una necia, si se trata de articulistas demasiado “genéricas” y vociferantes que se proponen hacer de terribles situaciones de luto y puñal una oportunidad de escándalo para denunciar que Adán tiene el pie apoyado sobre el cuello de Eva desde antes de que Dios entrara a pensar si ponía el mar abajo o arriba, y se le ocurriera que es mejor que viviéramos alumbrados antes que a oscuras, según el Libro de los Libros.
El estado mental en el que se halla un hombre que desata luego eventualmente un episodio violento en razón de que se ha separado de una mujer, sea por la causa que fuera, no es el de un dueño o un patrono exasperado por un robo o una pérdida económica.
En ese aspecto, hay que reconocer, contra lo se ha dicho invariablemente en cuanto a un supuesto triste mundo de machos dominantes e impiadosos, que es asombrosa la dependencia que desarrollamos los hombres respecto de una mujer que queremos, y que simultáneamente ha forjado una relación en la que nos sentimos seguros de que somos queridos.
Así miradas las cosas, ese estado mental tiene ciertos rasgos del “síndrome de abstinencia” y, como toda abstinencia forzada, regularmente provocará dolor, impotencia, depresión y, con frecuencia, furia ciega y violenta.
Nada de lo aquí afirmado aspira a funcionar como un argumento de exculpación moral, ni incluso penal-judicial de los ataques de un ser humano contra otro, géneros aparte. Pero, por otro lado, estoy seguro de que tampoco se hace un bien a nadie al reducir las características de esos episodios sangrientos de ex novios y ex maridos a formularios con esquemáticas bravatas zoológicas de machos dementes, pintadas con la acuarela desvaída de hipotéticos reclamos psicóticos como los que un desquiciado sin discernimiento pudiera formular por una “maleta” perdida por el camino: una aproximación cargada de tópicos y slogans se traduce en estudios sociológicos de gran pobreza analítica, que mientras duerman en el lecho de los prejuicios promoverán aun más la confusión, y desalentarán la verdadera prevención. Y lo peor: esa desgana en interesarse de veras en el ciclo completo de las fases humanas de toda la relación erótica continuará produciendo víctimas debidas a la ingenuidad de suponer que se trata de parodiar un match de malos contra buenas, y no de entrenarnos en procurar no herir al semejante, en el sentido más amplio y pleno, como obligación propia de todos/as.
Porque las mujeres del común, y las que no son del común, debo decir, no sólo terminan siendo, por si alguien leyendo esta parrafada cree que lo pienso, “arpías sin comprensión”, que jamás afirmaría yo eso. No me anima ningún afán de moralismo. Al contrario. Estoy convencido de que las mujeres mal guiadas hacia un enfoque de este tema siguen enredadas en lo que yo he llamado el “síndrome del aprendiz de brujo”: como no se las ha entrenado, o se las ha entrenado mal, socialmente para lidiar con fuerzas a las que menosprecian o no tienen en cuenta, comienzan a manipular misterios que escapan, tras el primer conjuro inexperto y naïf, de su capacidad de manejo. Después, el huracán de la alta hechicería de la pasión escondida por los panfletos mal redactados, una tormenta con la que no habían contado, se cobra venganza sobre las propias aprendices y deja, al mismo tiempo, muchas veces, una hilera de víctimas y victimarios que no sobreviven tanto como les gustaría a ciertas feministas para apedrearlos y crucificarlos boca abajo, porque sólo queda pararse ante una hilera de féretros a repetir como loros que los hombres (seres masculinos) todavía no hemos salido de las cavernas. Lo cual podría ser verdad. Pero se olvida que siendo de la misma especie machos y hembras del homo sápiens sápiens, es posible que las mujeres tampoco hayan abandonado la gruta a estas alturas. Hace muy poco, en términos de especie, que hombres y mujeres lo hicimos, y ello sólo ha sido un giro de estrategia “urbanística”. Y no más. Porque el vivir en rascacielos o en apartamentos de un ambiente desde hace varias décadas, o un siglo más o menos para buena parte del mundo, no significa absolutamente nada en el mar sin contornos y casi infinito de la larga evolución biológica y en referencia a las marcas que en nosotros dejó la conducta de nuestros ancestros durante esa trajinada ruta de millones de años, la que engañosamente va desde la brutal manada hasta la elegante muchedumbre de los teatros operísticos: la delicadeza del aria que ya se escucha esconde tramposamente el aullido del lobo que todavía acecha, y muchos creen, engañados, que la selva se ha retirado de nuestras vidas definitivamente. Me temo que seguirá habiendo zarpazos en la oscuridad durante muchas, muchas centurias, a pesar de esa ilusión.
Gustavo F. Soppelsa
LO QUE SIGUE PASANDO
Fin del misterio
Drama pasional en Pigüé entre una pareja de españoles
Marcos Martín Ventoza, productor ganadero, se suicidó luego de matar de varios disparos a su esposa Verónica Ferrer, de 38 años. La policía investiga las causas que desencadenaron la doble tragedia.
14.09.2007 | 18:10 Un ciudadano español que era buscado por la policía como sospechoso de haber asesinado hoy a su esposa, de la misma nacionalidad, en la localidad bonaerense de Pigüé, fue hallado muerto esta tarde en un campo de su propiedad, informaron fuentes judiciales.
Se trata de Marcos Martín Ventoza, quien según los investigadores había asesinado de cuatro disparos a su esposa, Verónica Ferrer, de 38 años, antes de suicidarse.
El cuerpo de Ventoza fue hallado con un disparo en la cabeza a la vera de un arroyo en uno de sus campos.
Todo había comenzado a las 9:30 cuando los vecinos de la pareja escucharon disparos en una vivienda ubicada en la calle Pellegrini 755 y de inmediato dieron aviso a la comisaría local.
Los efectivos policiales locales acudieron al lugar y encontraron la casa cerrada, pero notaron que en la puerta principal había manchas de sangre.
Según las fuentes, los policías tuvieron que entrar por una ventana y al ingresar al living encontraron muerta a Ferrer, quien estaba tendida en el suelo con varios disparos de arma de fuego, indicaron voceros policiales a DyN.
A raíz de las primeras investigaciones, la policía sospechó que el autor del homicidio podría ser su pareja, un productor de la zona y también de nacionalidad española.
http://www.perfil.com/contenidos/2007/09/14/noticia_0023.html
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