diumenge, 28 de setembre del 2008

“Amélie” y el arte de mirar mal y comprender peor

Luciano Monteagudo descerrajó el 9 de abril de 2005, al comienzo de una crónica cuya transcripción completa intuyo como dotada de absoluta inutilidad para el avance de las Letras por la superficialidad petulante del introito que corona el texto (el adjetivo “espurias”, por ejemplo, es, a tal efecto, tan cacofónicamente moralista que hiere la vista y el oído al ojear lo perpetrado desde el inicio):

“Producida a un costo de 45 millones de euros, aportados en gran parte por la compañía estadounidense Warner (lo que le valió a la película la imposibilidad de competir en nombre de Francia por el Oscar al mejor film extranjero, según el fallo de una corte judicial francesa), Amor eterno es la clase de película que confunde, deliberadamente, importancia con hinchazón. Después del éxito inconmensurable de Amélie, el director Jean-Pierre Jeunet y la actriz Audrey Tautou decidieron pasar del cuento de hadas al alegato antibélico, con la misma voluntad de manipular los sentimientos del espectador, pero esta vez con otras herramientas, aún más espurias.”

Luego de rever “Amélie” por casualidad esta noche por un canal satelital, iba a transcribir algunas misceláneas memorables de su guión memorable con un sentido del humor memorable, pero el hallazgo del artículo precitado amerita un corto comentario, que puede sustituir con mayor justicia mi modestísimo homenaje al film.

No sé por qué al Sr. Monteagudo se le ha escapado que el objetivo del arte es por esencia la manipulación de los sentimientos. Uno deduce que Monteagudo/Torquemada, ya que de apellidos compuestos hablamos, -y desconfundiéndolo a mi turno de lo hinchado y la obeso, ya que un pico no por convexo ha de ser impresionante en su last name- quiso decir simplemente “escenas que, por definición, hacen lagrimear”. Ridículamente hacen llorar, pecado grave si lo hay, agrego yo.

Bien. En cualquier supuesto, sea que el Sr. Montepocoagudo cometa su prosa no espuria derechamente y expurgada de metáforas, y entonces para él “manipulación” sea en verdad lo que las Ernestinas Antonias Julias Guadalupes de los culebrones mexicanos entienden por tal en las haciendas de pacotilla de los decorados de la clase que se utilizan en ellos -léase “confabulación horrorosa para inducir taimadamente un efecto malsano durante un banquete familiar lleno de vajilla exótica con repercusiones espantosas, y criadas mestizas inverosímiles que se mesan patéticamente las trenzas”-, sea que utilice el vocablo “técnicamente” como sinónimo de “escena lacrimógena antiestética”, a secas, afirmo que, en ambos casos, está errado. Y no diré nada más, remitiéndome a mi aserción introductoria, por no gastar pólvora en chimangos, si de refranes criollos hay que alardear.

In cauda veneno una sola observación adicional que no puedo reprimir: "especialistas" de esta naturaleza refrendan la leyenda de acuerdo a la cual invariablemente los críticos son fracasados resentidos (en la disciplina que someten a disección). Con cierta osadía, para variar, me atrevo a convocar a Jorge Luis Borges y a calarme su voz, respetuosamente, para decir por mí, pensando en él, que tanto nos ha legado: “No conozco a ‘La Crítica’: conozco a Monteagudo”.

Nota:

Un fenómeno paranormal que el guión de “Amélie” receptaría de buen grado, y que en una remake propondré se adicione al mismo: el corrector de Word se obstina en reemplazar “Monteagudo” por “Monteaguado”. Quizá la inteligencia artificial ya esté creada, y no nos hayamos dado cuenta…)

Gustavo F. Soppelsa