Lloc impensat, creat irreflexivament després d'una nul•la meditació tocant al que no contindria. En aquest sentit, s'ignora què s’hi ve des de dalt (o de baix) o pel costat. Abstenir-se persones entenimentades. Bojos, també, sobretot els que s’estan guarint.
Luciano Monteagudo descerrajó el 9 de abril de 2005, al comienzo de una crónica cuya transcripcióncompleta intuyo como dotada de absoluta inutilidad para el avance de las Letras por la superficialidad petulante del introito que corona el texto (el adjetivo “espurias”, por ejemplo,es, a tal efecto, tan cacofónicamente moralista que hiere la vista y el oído al ojear lo perpetrado desde el inicio):
“Producida a un costo de 45 millones de euros, aportados en gran parte por la compañía estadounidense Warner (lo que le valió a la película la imposibilidad de competir en nombre de Francia por el Oscar al mejor film extranjero, según el fallo de una corte judicial francesa), Amor eterno es la clase de película que confunde, deliberadamente, importancia con hinchazón. Después del éxito inconmensurable de Amélie, el director Jean-Pierre Jeunet y la actriz Audrey Tautou decidieron pasar del cuento de hadas al alegato antibélico, con la misma voluntad de manipular los sentimientos del espectador, pero esta vez con otras herramientas, aún más espurias.”
Luego de rever “Amélie” por casualidad esta noche por un canal satelital, iba a transcribir algunas misceláneas memorables de su guión memorable con un sentido del humor memorable, pero el hallazgo del artículo precitado amerita un corto comentario, que puede sustituir con mayor justicia mi modestísimo homenaje al film.
No sé por qué al Sr. Monteagudo se le ha escapado que el objetivo del arte es por esencia la manipulación de los sentimientos. Uno deduce que Monteagudo/Torquemada, ya que de apellidos compuestos hablamos, -y desconfundiéndolo a mi turno de lo hinchado y la obeso, ya que un pico no por convexo ha de ser impresionante en su last name- quiso decir simplemente “escenas que, por definición, hacen lagrimear”. Ridículamente hacen llorar, pecado grave si lo hay, agrego yo.
Bien. En cualquier supuesto, sea que el Sr. Montepocoagudo cometa su prosa no espuria derechamente y expurgada de metáforas, y entonces para él “manipulación” sea en verdad lo que las Ernestinas Antonias Julias Guadalupes de los culebrones mexicanos entienden por tal en las haciendas de pacotilla de los decorados de la clase que se utilizan en ellos -léase “confabulación horrorosa para inducir taimadamente un efecto malsano durante un banquete familiar lleno de vajilla exótica con repercusiones espantosas, y criadas mestizas inverosímiles que se mesan patéticamente las trenzas”-,sea que utilice el vocablo “técnicamente” como sinónimo de “escena lacrimógena antiestética”, a secas, afirmo que, en ambos casos, está errado. Y no diré nada más, remitiéndome a mi aserción introductoria, por no gastar pólvora en chimangos, si de refranes criollos hay que alardear.
In cauda veneno una sola observación adicional que no puedo reprimir: "especialistas" de esta naturaleza refrendan la leyendade acuerdo a la cualinvariablemente los críticos son fracasados resentidos (en la disciplina que someten a disección). Con cierta osadía, para variar, me atrevo a convocar a Jorge Luis Borges y a calarme su voz, respetuosamente, para decir por mí, pensando en él, que tanto nos ha legado: “No conozco a ‘La Crítica’: conozco a Monteagudo”.
Nota:
Un fenómeno paranormal que el guión de “Amélie” receptaría de buen grado, y que en una remake propondré se adicione al mismo: el corrector de Word se obstina en reemplazar “Monteagudo” por “Monteaguado”. Quizá la inteligencia artificial ya esté creada, y no nos hayamos dado cuenta…)
A veces me parece que la abundancia de películas de horror indica que se ha redoblado la apuesta de la gente para luchar contra una certeza de antigua data: la de que el demonio no existe.
El cine sigue imaginando al diablo, ahora en este siglo, con las truculencias perfeccionadas de los recursos digitales, pero ello no evita que el Maligno siga siendo un fantoche.
Siempre lo ha sido. Un fantoche erigido en beneficio (o maleficio, para ser más correcto) de objetivos específicos, tales como ayudar a hacer daño a las personas por parte de otras personas muy de carne y hueso usando coartadas de otro mundo. Un muñeco rojo, más o menos temible, que cooperaba y coopera a fin de que todos estuvieran y estén convencidos de que el mal no es de este mundo, posible o seguramente para obtener una prórroga del enjuiciamiento de actos abominables hasta que los “inspirados por el diablo” lleguen a esa sede fuera de este mundo. O sea: nunca.
Jamás ha existido el diablo. Se ha discurrido mucho filosóficamente sobre las consecuencias de la no existencia de Dios, desde el grito provocador de Nietzsche. Pero, ¿y si matáramos al diablo? ¿Qué ocurriría? La muerte de Dios nos pone ante la suprema y seductora herejía del poder de la voluntad, y de la autocreación. ¿Y si se muere Satanás? En principio, mueren de hambre consecuente unos centenares de miles de trabajadores (de todas las escalas) de Hollywood. ¿Qué dejaría de vivir, además? ¿Qué consecuencias habría? No lo sé a ciencia cierta. Tal vez los noticieros, el telediario como se le llama en España, ya no podría verse durante el almuerzo definitivamente, porque la verdad indigesta, y el género informativo pasaría a ser la veta más escalofriante y sin disputa dentro del mundo del espectáculo.
Pienso que, seguramente, por desgracia, el deicidio es más soportable que la muerte teológica y popular de Mefistófeles: mirar de frente nuestra maldad y la de los otros es un show no apto para la sensibilidad humana, que se complace más en apedrear monigotes alucinatorios que en el ejercicio de la compasión, o en la lucha por la abolición del demonio que todos, en alguna medida, somos.
“San Miguel Arcángel, defiéndenos en la batalla, sé nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio; reprímale Dios pedimos suplicantes y tú, Príncipe de la Celestial Milicia, arroja al infierno con tu divino poder a Satanás y a los otros espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas. Amén.”
(Vieja plegaria murmurada probablemente desde principios del siglo XX y su primera mitad en las parroquias de las ciudades de la provincia Entre Ríos,según autorizada versión materna)
Durante años, he buscado una palabra que sustituyese a “posesión” en relación a los textos en los que se censura la conducta de los hombres que agreden a sus parejas femeninas, aunque las damas han pasado a tomar la iniciativa desde hace algún tiempo; esto último es un síntoma bastante escalofriante, y un grave problema, además, para los simplificadores de las alternativas de la “violencia de género”, asociación de letras tan al uso y abuso que ya nadie sabe bien qué quiere decir con exactitud, salvo que los hombres somos el colmo de la perversidad, sin mayor abundamiento.
Quizá habría que revisar y readoptar la vieja terminología de las secciones de Policiales de los diarios clásicos y remitir más asiduamente a la convención, no por antigua menos certera, de “drama pasional”: no todo lo ancestral es desacertado, ni todo lo nuevo viene a etiquetar con éxito lo que se observa.
No me convence el vocablo “posesión”, ni el adjetivo “posesivo”, porque ambos padecen de un halo despreciativo que conspira contra el análisis neutral, y eficaz, de lo que pasa en esas hipótesis, por lo demás muy desgraciadas para todo el conjunto involucrado.
Ese conjunto, no nos olvidemos, puede incluir más de una agredida, y culminar con la tragedia de varias personas sin vida, cosa nada inhabitual en medio de estas ráfagas de ira, celos, revancha, impotencia y furia.
La posesión es jurídicamente un “comportamiento de dueño, de propietario”, según lo define el Código Civil, y si desde el inicio suponemos que los hombres, o muchos de ellos, actuamos con las mujeres de esa manera, casi siempre y determinadamente, nos encontramos examinando un sempiterno y malvado vínculo de esclavitud, de apropiación, que poco tiene que ver con el fenómeno de la agresividad a la hora de romperse un lazo sentimental, que es harina de otro costal: es sin duda una especie de la calumnia solapada el imaginar que la regla del modelo preponderante para los hombres es dominar en cuerpo y alma a la mujer que se quiere, en vez de apreciar que la golden rule de ese ideario sea el amarla y cuidarla para casi todos nosotros (machitos). Que los hombres (y las mujeres) exijamos en la monogamia, vuelta a vuelta puesta en tela de juicio teóricamente, “exclusividad”, y que esto tenga algunas tortuosas y torturantes derivaciones en la mente de los seres humanos es otra cosa; flaco favor hacemos a la reflexión llevando al marasmo del sexismo puro y simple algo que es muchísimo más complicado de interpretar y vivir.
La forma en la que un hombre “queda adherido” a una mujer de modo que, después, eventualmente, parece compelido a ajercer violencia contra ella si se le aparta no es tan linealmente explicable. Un hombre herido -sin adverbios- porque su pareja ya no está no es un amo furioso que desea recuperar a su perro, o un propietario indignado por la falta de su auto al llegar al aparcamiento. Quien así lo piense es un necio, y a menudo una necia, si se trata de articulistas demasiado “genéricas” y vociferantes que se proponen hacer de terribles situaciones de luto y puñal una oportunidad de escándalo para denunciar que Adán tiene el pie apoyado sobre el cuello de Eva desde antes de que Dios entrara a pensar si ponía el mar abajo o arriba, y se le ocurriera que es mejor que viviéramos alumbrados antes que a oscuras, según el Libro de los Libros.
El estado mental en el que se halla un hombre que desata luego eventualmente un episodio violento en razón de que se ha separado de una mujer, sea por la causa que fuera, no es el de un dueño o un patrono exasperado por un robo o una pérdida económica.
En ese aspecto, hay que reconocer, contra lo se ha dicho invariablemente en cuanto a un supuesto triste mundo de machos dominantes e impiadosos, que es asombrosa la dependencia que desarrollamos los hombres respecto de una mujer que queremos, y que simultáneamente ha forjado una relación en la que nos sentimos seguros de que somos queridos.
Así miradas las cosas, ese estado mental tiene ciertos rasgos del “síndrome de abstinencia” y, como toda abstinencia forzada, regularmente provocará dolor, impotencia, depresión y, con frecuencia, furia ciega y violenta.
Nada de lo aquí afirmado aspira a funcionar como un argumento de exculpación moral, ni incluso penal-judicial de los ataques de un ser humano contra otro, géneros aparte. Pero, por otro lado, estoy seguro de que tampoco se hace un bien a nadie al reducir las características de esos episodios sangrientos de ex novios y ex maridos a formularios con esquemáticas bravatas zoológicas de machos dementes, pintadas con la acuarela desvaída de hipotéticos reclamos psicóticos como los que un desquiciado sin discernimiento pudiera formular por una “maleta” perdida por el camino: una aproximación cargada de tópicos y slogans se traduce en estudios sociológicos de gran pobreza analítica, que mientras duerman en el lecho de los prejuicios promoverán aun más la confusión, y desalentarán la verdadera prevención. Y lo peor: esa desgana en interesarse de veras en el ciclo completo de las fases humanas de toda la relación erótica continuará produciendo víctimas debidas a la ingenuidad de suponer que se trata de parodiar un match de malos contra buenas, y no de entrenarnos en procurar no herir al semejante, en el sentido más amplio y pleno, como obligación propia de todos/as.
Porque las mujeres del común, y las que no son del común, debo decir, no sólo terminan siendo, por si alguien leyendo esta parrafada cree que lo pienso, “arpías sin comprensión”, que jamás afirmaría yo eso. No me anima ningún afán de moralismo. Al contrario. Estoy convencido de que las mujeres mal guiadas hacia un enfoque de este tema siguen enredadas en lo que yo he llamado el “síndrome del aprendiz de brujo”: como no se las ha entrenado, o se las ha entrenado mal, socialmente para lidiar con fuerzas a las que menosprecian o no tienen en cuenta, comienzan a manipular misterios que escapan, tras el primer conjuro inexperto y naïf, de su capacidad de manejo. Después, el huracán de la alta hechicería de la pasión escondida por los panfletos mal redactados, una tormenta con la que no habían contado, se cobra venganza sobre las propias aprendices y deja, al mismo tiempo, muchas veces, una hilera de víctimas y victimarios que no sobreviven tanto como les gustaría a ciertas feministas para apedrearlos y crucificarlos boca abajo, porque sólo queda pararse ante una hilera de féretros a repetir como loros que los hombres (seres masculinos) todavía no hemos salido de las cavernas. Lo cual podría ser verdad. Pero se olvida que siendo de la misma especie machos y hembras del homo sápiens sápiens, es posible que las mujeres tampoco hayan abandonado la gruta a estas alturas. Hace muy poco, en términos de especie, que hombres y mujeres lo hicimos, y ello sólo ha sido un giro de estrategia “urbanística”. Y no más. Porque el vivir en rascacielos o en apartamentos de un ambiente desde hace varias décadas, o un siglo más o menos para buena parte del mundo, no significa absolutamente nada en el mar sin contornos y casi infinito de la larga evolución biológica y en referencia a las marcas que en nosotros dejó la conducta de nuestros ancestros durante esa trajinada ruta de millones de años, la que engañosamente va desde la brutal manada hasta la elegante muchedumbre de los teatros operísticos: la delicadeza del aria que ya se escucha esconde tramposamente el aullido del lobo que todavía acecha, y muchos creen, engañados, que la selva se ha retirado de nuestras vidas definitivamente. Me temo que seguirá habiendo zarpazos en la oscuridad durante muchas, muchas centurias, a pesar de esa ilusión.
Gustavo F. Soppelsa
LO QUE SIGUE PASANDO
Fin del misterio
Drama pasional en Pigüé entre una pareja de españoles
Marcos Martín Ventoza, productor ganadero, se suicidó luego de matar de varios disparos a su esposa Verónica Ferrer, de 38 años. La policía investiga las causas que desencadenaron la doble tragedia.
14.09.2007 | 18:10 Un ciudadano español que era buscado por la policía como sospechoso de haber asesinado hoy a su esposa, de la misma nacionalidad, en la localidad bonaerense de Pigüé, fue hallado muerto esta tarde en un campo de su propiedad, informaron fuentes judiciales.
Se trata de Marcos Martín Ventoza, quien según los investigadores había asesinado de cuatro disparos a su esposa, Verónica Ferrer, de 38 años, antes de suicidarse.
El cuerpo de Ventoza fue hallado con un disparo en la cabeza a la vera de un arroyo en uno de sus campos.
Todo había comenzado a las 9:30 cuando los vecinos de la pareja escucharon disparos en una vivienda ubicada en la calle Pellegrini 755 y de inmediato dieron aviso a la comisaría local.
Los efectivos policiales locales acudieron al lugar y encontraron la casa cerrada, pero notaron que en la puerta principal había manchas de sangre.
Según las fuentes, los policías tuvieron que entrar por una ventana y al ingresar al living encontraron muerta a Ferrer, quien estaba tendida en el suelo con varios disparos de arma de fuego, indicaron voceros policiales a DyN.
A raíz de las primeras investigaciones, la policía sospechó que el autor del homicidio podría ser su pareja, un productor de la zona y también de nacionalidad española.
Vamos errantes por el mundo buscando amor como si fuera una sustancia que se puede alojar en un frasco inviolable y hermético. Perdemos el rumbo durante esa búsqueda: todo recipiente en el que coloquemos el amor que hayamos encontrado a lo largo de la vida se transformará automáticamente en un cedazo.
Así pasa porque el amor, para serlo, va siguiendo la ruta del enjuiciamiento perpetuo. Y, si fuese un líquido, por siempre debería ser volcado allí donde pudiese escurrirse, para conocer si definitivamente la gravedad lo afecta, o si flota sobre la realidad desafiándola a fuerza de esperanza. Imagino que, cuando cesa la esperanza en que el amor se conserve, una esperanza irrigada por la pulsión de los amantes, la regla promulgada por Newton hace lo suyo, y una lluvia de gotas de amor es absorbida con rapidez por la tierra reseca e implacable, y desaparece sin dejar rastros disuelta por el gran tumulto del Universo.
Tras un mutismo de unas cuantas semanas, inexplicable para el colectivo de las revistas del corazón que se reunió en varias oportunidades para tratar el caso, Joan Sardà rompió -junto con varias piezas de la vajilla de su tía Margarida y eso como consecuencia de una épica borrachera, según confió su valet, Pau Roig- el silencio, y atacó en bloque a lo que él llama “la flagrante ingratitud del rudimentario pueblo español para con un patriota y servidor del Rey”.
Es que, conforme afirma nuestro sabio, que ostenta licenciaturas extensas en ciencias ocultas, tanto y tan bien que nadie sabe de ellas, como agregan sus viperinos enemigos con ironía, “al vulgo soez se le pasa por alto que, de acuerdo a las fotos que se dejan ver en la actualidad de la galo-otomana ministra Rachida Dati, la singular preñez transpirenaica habríase concretado en el mes de febrero en fecha muy próxima al aniversario de la batalla de Pavía, duro revés infligido por el indomable brazo ibérico a Francisco I en 1525 en suelo itálico”.
Siempre atento a las señales arcanas, y reinterpretando con inquietante libertad y un poquitíngroseramente las palabras “pica” y “Flandes” servido de un manual no muy divulgado de Nostradamus que se encuentra a buen recaudo en su mansión solariega de Sant Quirze del Vallès, Joan ha repetido tópicamente que “el ya históricamente seminal dirigente del PP ha clavado de manera indudable y heroica una (su, la de él) pica en Flandes, y nadie se da cuenta, salvo los Países Bajos, allí muy abajo, precisamente, donde está aquello que ha sido objeto del clavamiento.” Ha concluido diciendo, mientras terminaba de espabilarse de una mona demasiado reciente, que “con esa falta de visión que el republicanismo analfabeto infundió en la gente común desde hace décadas, jamás volveremos a recuperar las dos Sicilias y a retomar el control de los Virreinatos de Nueva Granada y el Río de la Plata, y menos de Cuba, sobre todo si Castro no acata de una vez por todas su reiterada promesa de morirse, siempre incumplida y con la que nos ha timado durante muchísimo tiempo”.
La transposición verbal, bastante sexual y algo tosca, de un hecho fasto para la realeza, porque todos coinciden en que el advenimiento de la criatura lo es para la restauración imperial española, le ha hecho merecedor de un tirón de orejas del Vaticano: el Papado se congratula con la fecundidad de la Católica Hispania por vía genital derramada por el Partido Popular, o mejor dicho por el ex Presidente del Gobierno, y que se haya llevado a cabo una embestida (exitosa y certera) contra los hugonotes sea como fuera y donde haya sido el combate, ya en el camposanto de Père-Lachaise, ya en el umbroso Bois de Boulogne, pero hubiera preferido que los anuncios de Sardà se realizaran en latín, para dar más lustre al milagro y menos pábulo a las habladurías de la plebe.
Como cualquier entendido recuerda, el populacho sigue usando el romance sin mayor erudición, circunstancia al cobijo de la cual estas cuestiones hubieran sido sólo del manejo de la gente proba, mientras la villanía hubiera continuado distraída con la performance del Real Madrid, obviando el ridiculizar este gol que no por coital debe ser desdeñado como unpunto decisivo a favor de la Corona.
Algunas copas demás y la verborragia consiguiente de Joan han determinado nuevamente que, al menos durante los próximos tres años, se le niegue el capelo cardenalicio, al que siempre aspiró, a la par que la cocaína. Vanity Fair, en una corta pero inteligente crónica debida a la sagacidad de Richard Caprisky, ha comentado que el enojo del Santo Padre agudizará las tendencias depresivas de Sardà y su afición por las bebidas blancas, y será en lo inmediato un tropiezo para su rehabilitación en una clínica privada de Ciudad del Cabo que avanzaba, hasta hace poco, de forma alentadora y eficaz.
Siempre estuve atraído por cierta dualidad, empíricamente comprobada, del dinero como fuente de… “poder”. No materialicemos el contenido de ese poder. El dinero se presenta como fuente de poder. Poder para hacer muchas cosas, o para alcanzar muchos fines. Poder para disfrutar, poder para desplazarse, poder para obtener placer, poder para curarse de dolencias curables, o para arribar a una formación académica adecuada, o poder para regocijarse en la tranquilidad de saber que muchas necesidades están cubiertas por una solvente platinum credit card o una bien provista cuenta bancaria. Nadie en su sano juicio negaría ese poder. Se han citado mil veces frases cínicas sobre el desdén secamente propinado al dinero por el altivo estoicismo, todas con una inexcusable carga de ironía justificada por las absolutamente visibles consecuencias del “poder” del dinero. Oscar Wilde se ha cansado de reírse de ello. Con eso de que “los jóvenes creen que el dinero lo es todo. Cuando son adultos comprueban que estaban en lo cierto”. Sin olvidar la hartamente citada frase del mismo autor: “El dinero no es la felicidad, pero sólo un especialista notaría la diferencia”. Son verdades. Porque, como decía Borges, se olvida a menudo que, entre los ingeniosos, Voltaire y Wilde gozan de un privilegio: también decían la verdad, además de ser graciosos.
A la par, hay otro lado de la biblioteca que también dice verdades de a puño, y si el sarcasmo de Wilde en principio ha querido satirizar el desdén puritano e hipócrita con el que se menosprecia al dinero, proferido habitualmente por quien lo tiene muy guardado en la caja fuerte y también por parte de quien le falta por muchas causas, no es menos cierto que hay cosas a las que el dinero no puede llegar, bienes que le son inmunes. Que es como decir que existen cosas a las que su “poder” no puede alcanzar.
El dinero, cualquiera lo sabe, no devuelve la vida a los muertos queridos. Ni cura las enfermedades que en el estado actual de la ciencia son incurables. No hace a los negros blancos, si eso fuera deseable para alguien, malgrado el imbécil de Michael Jackson y sus decoloraciones, y honra a todos los negros que todavía sostienen con altivez su negritud. No detiene el paso del tiempo. No devuelve la lozanía de la juventud. No da sosiego a las alucinaciones de Juana la Loca. No hace latir de nuevo el corazón de Lady Di en La Salpêtrière, en fin, ni blindó la nuca del dorado John F. Kennedy como se pretendía.
¿Por qué vivimos oscilando entre el amor y el desprecio por él? ¿Por qué, en paralelo, mientras damos nuestro asentimiento al irónico y muy despectivo poema de Dn. Francisco de Quevedo, concordamos también con otras frases e ideas sin embargo antagónicas en relación a este ángel/demonio que parece ser el dinero? En primer lugar, supongo, depende mucho de aquello, proverbios mediante, de que “cada cual habla de la feria de acuerdo a cómo le fue en la feria…” Y habrá quien, sin fortuna, para mitigar su pena, putee contra los ricos para consolación y por método huero, y sin otra ambición que el desahogo. ¿Pero son todos los anatemas contra el dinero fruto de la envidia y solamente proferidos por los pobres de vocación? Muchos, seguramente, provienen de ese venero. Pero eso no lo explica todo. Como apunté, hay horrores en medio de mares de dinero para la gente que nada en él, y esta frase de Emile Henry Gauvreay remite a una constatación que a diario se puede llevar a cabo: “Hay gente que pasa su vida haciendo cosas que detesta para conseguir dinero que no necesita y comprar cosas que no quiere para impresionar a gente que odia.”.
Imagino que la base de tantas visiones contrapuestas sobre el dinero reside en algo que tiene alguna simpleza como fenómeno, y que quizá por eso pasa desapercibido: el dinero no da “poder” genuinamente. Es falso que el dinero haga más poderoso a alguien. Más potente. Que un hombre (o una mujer) sea más fuerte por poseer más dinero. Es errado. Pero efectivamente hay una alucinación en toda esta cuestión que produce ese efecto “visual”, y está causada por otro cuadro totalmente real y no alucinatorio: la gente que posee dinero puede controlar las acciones de quienes no lo tienen, sea como fuere. De mil maneras. Y puede llevar a cabo acciones que gente que no lo tiene no puede ejercitar. Puede estudiar donde otros que no lo tienen no pueden. Puede usar ropa de abrigo si hace frío donde otros no tienen para comprarla. Puede una persona absolutamente inmunda físicamente comprarse el cuerpo de otra bellísima cuando otra más pobre, fea o no, es desdeñada por quien es comprado/a por la primera. Y eso es una forma de “poder”. Pero no es… “ser poderoso”. Es otra cosa. Es una especie de “corriente eléctrica diferencial” que alimenta las lámparas de algunos mientras que otros esgrimen velas, no por ser menos “poderosos”, sino porque no les llega el cable de alimentación. ¿Hay alguna persona más refulgente que otra por tener electricidad en vez de una tea? No. Hay gente que tiene luz eléctrica, y gente que no. Sin ningún agregado. Y el detalle, pequeño detalle o a veces gran detalle, es que los seres humanos no producimos electricidad como para encender luces por medio de la tarea épica del hígado o los testículos. La electricidad viene de fuera del cuerpo. Y, por tanto, si la conexión falla por alguna cosa, nos vemos a los tropezones buscando una lumbrera. Todos. Absolutamente todos. Electrificados y no electrificados. No brillamos como arbolitos de Navidad por nosotros mismos.
Muchos pensarán que son éstas reflexiones de alguien que no tiene dinero y aspira a tenerlo. O de un envidioso. Tal vez. Que no tengo dinero es cierto. Que aspiro a tenerlo, también. ¿Que sea envidioso? Menos probable si suponemos que el que suscribe imagina, siguiendo la fábula que está más arriba, que lo envidiable es que, iluminados o no con luz eléctrica, se nos vea de todas formas a todos entre todos y por todos, por nuestra propia luz y no por la de suministro externo. Que uno sea visible, no luminoso necesariamente, sólo visible por lo menos, sin la necesidad imperiosa de una línea de alta tensión a todo dar metida por algún orificio corporal que dejo a la imaginación de los lectores suponer dónde ubicar en la anatomía de la gente.
Hay frases que han puesto, a mi criterio, la cosa en su lugar. Tolstoi lo ha dicho amarga y crudamente, y ha dado la verdadera catadura del dinero. Ni cosa horrenda, ni cosa preciosa. Cosa instrumentalmente potente pero no por sí, ni para el ser humano desde sí ante sí mismo, sino ante los otros, que carecen de él, y ha aseverado: "El que tiene dinero tiene en el bolsillo a los que no lo tienen." Exacto. Ése es el “poder” del dinero. Es el poder de una relación. De más a menos. El dinero es el fluido que alimenta las venas del perdonavidas. No es una capacidad. No. Y como no es una capacidad, y algo que alguien ostente de modo absoluto, en el sentido filosófico, o sea sin dependencia, algo desligado, necesita un vínculo: el “poder” del dinero sólo existe frente a otro que no lo tiene, o tiene menos y queda rezagado. Se ha hecho ver por eso que “la especie humana está compuesta de dos especies distintas: los hombres que piden prestado y los hombres que prestan. A estas dos diversidades originales pueden reducirse todas esas clasificaciones en tribus góticas y célticas, hombres blancos y negros, etc.” (Charles Lamb). De forma acertadísima lo describió Ambrose Bierce en su “Diccionario de diablo”: “Dinero, s. Bien que no nos sirve de nada hasta que nos separamos de él. Indicio de cultura y pasaporte para una sociedad elegante. Posesión soportable.”. Todo dicho. Más sabiduría, imposible.
Debido a este motivo, el dinero no nos sirve para llenar el hueco de nuestras almas cuando cesa de respirar la persona que amamos, o sea cuando no hay con quien traficar, porque a la muerte no se le puede sacar ventaja agitando la billetera. Ahí uno está solo. Para ser poderoso con el dinero tiene que haber un otro al que hacerle crujir los dientes, y ese otro tiene que tener menos que yo, y desear lo que yo deseo para que en la pelea yo sea más que él, sea “poderoso”, por mi moneda de plata de más. No puedo ser poderoso con mi dinero tampoco contra la enfermedad fatal que me carcome por una simple razón: no hay regateo en este punto con nadie, con otra persona. Y como no hay regateo, ni menesterosos a los que sacarles jugo, ni nadie que emplear en medio del paro brutal que tira abajo el salario, ni mujer que seducir con diamantes contra el contrincante que le ofrece un ramo de violetas escuálido, y los virus o el cáncer hasta ahora no han puesto por escrito que quieran determinada suma para dejarnos en paz, no hay “poder” del dinero contra ellos, cuando la suerte para la ciencia está echada y se le han quemado los papeles hasta al laboratorista mejor pago.
Por esto es sencillo de pensar que en un universo, digamos, de un conjunto de cien mil pobres, todos igualmente pobres, el dinero (como “poder”) no tiene ninguna existencia interesante, ni relevante más que como papel moneda o pieza numismáatica. Si todos estos pobres tienen un euro y cada pan que se vende cuesta lo mismo para todos, ¿de dónde puede fluir “poder” entre ellos si no tengo ante quien ejercerlo? Tengo algo absolutamente importante. Tengo el dinero como denominador común de los valores, como dice la Economía Política, para comprarme el pan. Pero no tengo “poder”, porque la igualdad y la falta de desventaja de mi prójimo desintegran ese “poder”. Idénticamente, dentro de un conjunto de cien mil personas, todas poseedoras de mil millones de euros, no hay (entre ellas) “poder” alguno si todos los bienes valen lo mismo para todos los que gozan de esas cantidades fabulosas. Y, desde esa perspectiva, no hay ninguna diferencia humana de fuste entre tener un euro o mil millones de euros en tanto los universos de los “escasos” y los “abundantes” no se intersequen. Así se ha mentado una sencilla e inteligente comprobación: “Un hombre tonto siempre será tonto. Un tonto rico será rico." (Paul Lafitte). Así de llano. ¿De dónde viene entonces este “poder”, que diría Quevedo lo hace a uno hermoso aunque sea fiero? ¿Los tontos por ricos se hacen inteligentes? Por supuesto que no. Pero, como refiere la frase de Lafitte taimadamente, un hombre (en pelotas, y desnudo de todo metálico constante y sonante) tonto -entre otros iguales a él en cantidad de bienes- siempre será tonto a secas y sin atenuantes. Mas, atención ilustrada ciberaudiencia, un tonto rico -o sea un hombre tonto en relación a otros tan tontos como él, o menos o más tontos, pero más… pobres- será simplemente, por el toque mágico de ese pedestal que otorga el tener los números a favor, rico (con lo que se explica perfectamente sin mayor esfuerzo por qué por ejemplo actores o deportistas, o herederos adinerados absolutamente estúpidos pueden posar en televisión como adversarios de Pitágoras de Samos o pensar que suplen en sabiduría a Maimónides).
La pregunta del millón de yenes, niños, pues, no es si el dinero es bueno o malo. Yo lo tengo por absolutamente apetecible, y la lectura de este artículo de mi blog depende de depositar € 0,50 allí en los ordenadores donde todavía queden disketteras de 3 y ½ y de apretar "ENTER", o ya se me están saliendo de aquí antes que llame a la Guardia Civil, que lo gratis hace tiempo se ha esfumado de la civilización occidental y cristiana. La pregunta es si el dinero hace más poderoso a quien lo ostenta o no, y si cuando decimos “poderoso” hablamos de algo específico, si estamos mencionando algo particularmente concreto y ponderable humanamente, algo que nos haga mejores sápiens sápiens. Pienso que sí decimos algo específico: decimos “poderoso” como “más aventajado” en… ventajas. No más aventajado en virtudes, en talentos, en bondades, en disciplina, en sinceridad, en ternura, en aptitud para ser amable o amar, etc. Más aventajado en tener… ventajas, o sea mejor dotado de una hermosa y gran cantera de ases bajo la manga, con más un adicional de quinientas mangas en lugar de las dos de rigor de la chaqueta ordinaria, como se estila en la sastrería del barrio.
Y como siempre hay un niño travieso en esta escuela, que quiere comprarse aquellas zapatillas tan bonitas de su compañero de banco, y no puede, un niño pobre en el fondo del aula, un niño molesto y proletariamente realista, éste nos dirá (pensando tristemente que las niñas lo miran poco por sus indigentes zapatillas, y se regodean más observando al pelmazo ése que luce las más caras): “Pero, maestro, ¿está mal tener ventajas?” No, nen, siempre que la ventaja sea ejercida para emparejar (para que me entiendas, niño, con el fin de que ligues por tu natural encanto en igualdad de condiciones que el hijo del gerente del banco, y no porque él tiene mejor calzado exclusivamente), con lo que en verdad ello no es una “ventaja” sino una especie de retorno al sano equilibrio. Sí está mal tener una ventaja cuando se compite. Cuando se corre por el suelo olímpico, hay que echar el corazón ensangrentado al piso delante de los pies. Es la esencia del deporte por la que te bendicen los dioses cuando se disputa lealmente. La esencia es ese corazón tuyo rodando delante de ti por la vanidad de probar que por tu propia valía eres el mejor. La esencia, niño, está en el esfuerzo para reemplazar con tu osadía el aliento de un dios, que no eres pero puedes llegar a ser, al combatir con tus propios músculos. La esencia está en la perseverancia, y en la altivez de las propias cualidades autoesculpidas. La esencia está en lo que haces contigo mismo. La esencia está en lo que eres y en lo que puedes ser desde lo que eres con lo que eres, y no en lo que impones por la ventaja que te comunica lo que tienes en el bolsillo. Porque esto último es un accidente material, y estamos en el interior de tu bolsillo, un lugar que por muy interior y acogedor, por muy confortable que sea para tus deditos, está fuera de ti y no es una extensión de tu aparato respiratorio o tu vejiga o tu tráquea. Y ahí se acaba el cuento, que de hadas tiene poco, del dinero. Porque la esencia del maratonista, amiguito mío, está en ese corazón que rasga el pecho con ansias dementes por latir más fuerte que el de los otros, en ese amasijo sanguinolento que hierve de anhelos y que rueda por la pista por la pasión de la carrera hasta que finalmente corta la cinta unido por dos hilos de arterias tensas un centímetro delante del tórax del ganador. La esencia está aun más nítida en el maratonista que se muere en el intento de trepar al podio atravesado cuan largo es sobre la meta y delante de los vencidos exhibiendo al cielo ese corazón hecho trizas por la fuerza de sus ímpetus de llegar primero. El “poder” no está en el tenebroso, tramposo corazón bien preparado del atleta que se inyectó el estimulante mañoso que coopera y le da más "poder" para vencer lo que por sí nunca hubiera ganado. Ese corazón de estafador está maldito por los dioses, y tiene el “poder” de la ventaja debida a la trampa innoble, y a ese "poder" le llamamos "engaño" o "fraude", como hay que llamarlo, y al que lo utiliza se lo priva del laurel honrado.
Porque, volviendo clásicamente a los clásicos, nen, como retumbaba Séneca, “el dinero cae en las manos de algunos hombres como un denario cae en una alcantarilla”. Y las alcantarillas, hasta donde se ha averiguado, no dejan de serlo por más que se anden llenando de denarios. Importa, a cada momento, que la mano siga siendo mano y no una alcantarilla. Los denarios serán siempre lo mismo, y no tienen nada de malo en sí, ni lo tiene el que se los acuñe. Tú, cuida tu mano.
[Versión castellana asequible en post subido el 30 de junio de 2008 como "Vida para lelas"] Joan Sardà va néixer a Sant Quirze del Vallès, Catalunya, el 7 de juny del 1909. Llavors, molts van esperar que la seva vida fos curtissima, fet que per obstinació l’ha dut a la longevitat . Es creu que la seva família pertanyia a la noblesa russa, d'altres pensen que eren babilonis, i algú poc seriós evoca un cert origen tibetà. Des de molt jove va utilitzar aquests antecedents culturals per a centrar els seus interessos en diversos camps: entomologia, pornografia, aeromodelisme, vitivinicultura, etc. És teòleg i filòsof però fins ara ningú n'ha vist els seus diplomes; això va fer suposar que en eren falsos a Scotland Yard en el 1982. Malgrat tot, Margaret Thatcher va confirmar que aquesta darrera interpretació era veritablement una calúmnia dels seus enemics, tant jueus com àrabs, que ella va denunciar sense perdre temps a les Nacions Unides el mes següent al primer atemptat sofert pel savi de part de la màfia siciliana. A l'hora actual, cal destacar que es desconeix, per raons de seguretat, on es troba.