dissabte, 19 de juliol del 2008

MUERTE

Las muertes inesperadas tienen un efecto casi imposible de evitar: se revelan como las únicas verdaderas muertes a las que nos enfrentamos, las únicas sinceras, tétricas y auténticas muertes. Por eso nos joden tanto. Las otras muertes, las muertes teorizadas con antelación, las aguardadas, las presentidas, las coreografiadas, las filosofadas, no se parecen en nada a la muerte. La única muerte totalmente muerte es la que te da una sorpresa matando, no matándote a vos, claro. Eso no es muerte, sino dejar de ser y a uno no le hace absolutamente nada. La muerte, la que da miedo, la única y morbosamente temible, la que te lastima, es la que nos cae encima y nos deja ver como muerto a quien presentíamos sin darnos cuenta -y dándonos cuenta pero negándolo- que podía vivir más que lo que el límite de esta muerte real le impuso.
La muerte de quien no se espera que muera dentro de un minuto es la única que puede amenazarnos. La muerte sorpresiva del otro es la única que puede mencionarse como muerte propia. La muerte que llega a escondidas y que tala la vida con la violencia de la guadaña de la figura legendaria de los grabados desgranándola en su fragilidad, la muerte agazapada, la muerte callada de un ajeno al que le llegó la muerte sin que asumiéramos que iba a morir, ésa es la única muerte que existe. Las otras muertes son, en cierto modo, sólo el punto final desdeñable de cuentos biográficos de enciclopedia. Pero la muerte que está en su lúgubre escondrijo aguardando a la víctima que nuestra ilusión de ciegos cotidianos soñó que todavía no podía serlo, que todavía no podía ser la víctima de la muerte, es la única que nos mata de veras. Esa muerte es la pulida calavera desnuda y probadamente muerte que nos vuelve a revelar que caminamos con toda certeza hacia nuestra propia muerte. Porque no hay más muerte que la propia como sinceramente temible. Esa muerte artera y sin anuncios de un otro es la que nos susurra al oído el presagio de la lápida con nuestro nombre desnudando la probabilidad absoluta de que muramos, nosotros mismos, dentro de un instante. Es la que nos proporciona una probabilidad de morirnos tan pesadamente asible como la que intuyó María Antonieta en el lapso que medió entre el momento en que pisó descuidada a su verdugo en la tarima y se disculpó por su torpeza, y la inmediata y posterior caída de la cuchilla que le separó la cabeza del tronco.

Tradicionalmente se habla de las parcas romanas como si fuesen las moiras griegas, ya que en ambos casos se las relaciona con el destino, hasta el punto de darle a las parcas el nombre de las moiras (Atropo, Cloto y Láquesis); o de decir que son hijas de Zeus y Temis, cuando las parcas son romanas y Zeus y Temis pertenecen a la mitología griega.
En la mitología romana, las parcas surgen de la sangre de Urano tras ser mutilado por Cronos. Eran tres hermanas llamadas Alecto, Tesifonte y Megore.

Representan la omnipotencia del destino y la única ley que conocían era la suya propia, hasta el punto que ni siquiera los dioses tenían autoridad sobre ellas.

De ahí que se las llamara “Parcae” (las que salvan en latín), pues nadie se salvaba de ellas.

En sus orígenes eran unos genios maléficos que moraban en el mundo de las tinieblas infernales, y que protegían el orden social, siendo las encargadas de castigar los crímenes que lo perturbaban.

LAS MOIRAS

Según algunos autores, eran las diosas del destino, pero otros autores no las consideran diosas sino las ejecutoras de las decisiones del dios Destino.

También hay varias versiones en lo que se refiere a su genealogía.

Por un lado se dice que son hijas de Zeus y Temis, y por tanto, hermanas de las horas. Por otro lado se habla de ellas como hijas de Nicte (la noche), perteneciendo por tanto a la generación preolímpica.

Eran tres hermanas llamadas Atropo, Cloto y Láquesis que se representaban como tres hilanderas. A Cloto, la más joven, se le asignaba el poder de hilar el hilo de la vida de cada uno, eligiendo para ello un ovillo diferente en función de la suerte que le tocara vivir a cada uno (hilo de oro para una vida feliz, de lana o cáñamo cuando esperaba la desgracia).

Láquesis era la encargada de devanar, de enrollar el hilo que le daba Cloto y se responsabilizaba de la vida que iba a llevar cada individuo

Y por último, Atropo, la hermana mayor, se encargaba de cortar ese hilo cuando consideraba que había llegado el momento de la muerte.

Las decisiones que tomaban no podían ser revocadas ni por los propios dioses, hasta el punto que el propio Zeus debía obedecer sus pautas, si bien estaba autorizado a retrasar su cumplimiento.

http://archivo.elnuevodiario.com.ni/2003/octubre/01-octubre-2003/mundo_oculto/mundo_oculto10.html