Un sujeto dado a ejercer la "literatura suntuosa" acaba de denigrar a
Eva Perón
(http://www.perfil.com/contenidos/2008/06/23/noticia_0020.html), incurriendo en una costumbre de larga data practicada por muchos.
Este tal Enrique Serna reside en Barcelona, sitio que, creo advertir, le permite mexicanamente (con el máximo respeto que me merecen todos sus compatriotas) hablar como sabio contraoráculo de “los cinturones de miseria de Argentina” -sic-, y ello exactamente entre los años 1946 y 1952, breve y ajustado período durante el cual la vida de la mujer a la que alude tuvo la relevancia que él analiza y profetiza con retrovidencia.
Dice este artículo, que ha roto el equilibrio ecológico de mi ordenador, que el mencionado lúgubre habitante de los "giros negros" de las editoriales de algún sitio de la España, nacido siete años después de la muerte de la injuriada, reconoce, a guisa de fruto inmaduro vomitado por el Paricutín, que desde hace poco en México -y flaco favor le hace a los mexicanos serios de todas las eras- “cualquiera puede opinar sobre cualquier tema” (sic). Ciertamente. Si es lo que ha querido probar, touché.
En la época precisa en que Eva Perón andaba el Río de la Plata, otro escritor, un colombiano juvenilmente genial, un muchachito llamado Gabriel García Márquez, conforme sus “Textos costeños”, usó como periodista de las mismas licencias, y habló, con más elegancia, opinando también respecto de lo que no sabía, de la segunda esposa del Gral. Perón. A su favor y disimulando su error, contaban su inmadurez, su buena prosa, su iconoclasia, la temporaneidad agitada y algo pueril de alguien que fermentaba su mejor obra por venir en una columna redactada a las apuradas.
Este tal Enrique Serna reside en Barcelona, sitio que, creo advertir, le permite mexicanamente (con el máximo respeto que me merecen todos sus compatriotas) hablar como sabio contraoráculo de “los cinturones de miseria de Argentina” -sic-, y ello exactamente entre los años 1946 y 1952, breve y ajustado período durante el cual la vida de la mujer a la que alude tuvo la relevancia que él analiza y profetiza con retrovidencia.
Dice este artículo, que ha roto el equilibrio ecológico de mi ordenador, que el mencionado lúgubre habitante de los "giros negros" de las editoriales de algún sitio de la España, nacido siete años después de la muerte de la injuriada, reconoce, a guisa de fruto inmaduro vomitado por el Paricutín, que desde hace poco en México -y flaco favor le hace a los mexicanos serios de todas las eras- “cualquiera puede opinar sobre cualquier tema” (sic). Ciertamente. Si es lo que ha querido probar, touché.
En la época precisa en que Eva Perón andaba el Río de la Plata, otro escritor, un colombiano juvenilmente genial, un muchachito llamado Gabriel García Márquez, conforme sus “Textos costeños”, usó como periodista de las mismas licencias, y habló, con más elegancia, opinando también respecto de lo que no sabía, de la segunda esposa del Gral. Perón. A su favor y disimulando su error, contaban su inmadurez, su buena prosa, su iconoclasia, la temporaneidad agitada y algo pueril de alguien que fermentaba su mejor obra por venir en una columna redactada a las apuradas.
Pero esta otra clase de material escribiente transportado hasta Cataluña desde México por una línea aérea excesivamente benévola y contraria a los intereses artísticos del Viejo Continente -agregaría yo de mi propia cosecha- debería ser librado al fiscal que fuera el peor fiscal que literariamente pudo tener Eva Perón; para acusarlo, debería usarse una paráfrasis del comienzo del cuento “El muerto”, de Jorges Luis Borges, a saber: “Que un hombre del suburbio de la ciudad de Tijuana, que un triste y desalado mariachi sin más virtud que la infatuación que otorga la calumnia ritual propinada a Hernán Cortés, se interne en los refinados pasillos de las casas de edición de la culta Europa y llegue a ser un sujeto publicadamente famoso, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Enrique Serna, de quien acaso no perdura un recuerdo en la Plaza de las Tres Culturas y que murió estéticamente en su ley, merced al olvido que muerde lo insustancial, en los confines del Barrio Chino”. Si la situación mereciese igual atención, cosa que con reciedumbre afirmo que no ocurre, y si yo fuese Umberto Eco, circunstancia totalmente alejada de la realidad de mi escasísimo talento, pudiera descerrajar yo respecto del confeso "opinador mexicano de cualquier tema" lo mismo que el italiano sentenció cuando fue convocado a discutir con el autor de “El Código Da Vinci”: “Avisadme cuando tengáis un escritor para debatir”.
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