Siempre he tenido, debo confesarlo, alguna o mucha desconfianza en relación al “animalismo”. Me refiero a la tendencia a humanizar en extremo a los bichos, al punto de otorgarles un status casi idéntico al de la gente. Es más: he asociado esto con una disfunción psicológica, casi psiquiátricamente tratable, por la que ciertas personas terminan cuidando más de especies zoológicas que de otras personas.
Es verdad que esto puede ocurrir, o sea que alguien por distintas razones humanice patológicamente a aquello que no lo es. Pero, pasados los años, ciertamente he cambiado mi perspectiva, y no tal vez con respecto de la valía de todos los animales, como que no se me ha dado por sacralizar a la cucaracha o al oso hormiguero. Sí he variado mi manera de considerar a los perros, a los que simplemente vi durante mucho tiempo como parte del paisaje doméstico, como si ellos se agregaran a las plantas del jardín, o a un adorno que se tiene en la casa automáticamente, sin ninguna diferencia.
Según he leído, un congreso científico serio ha analizado raras cualidades de los perros, a los que se dice la ciencia tuvo tradicionalmente por “lobos tontos”. El lobo era para ésta el magnífico ejemplar puro, el tronco brutalmente admirable de todo el universo cánido, y el perro doméstico el primo un tanto cobardón, que guardaba apocado y muy dentro el gen de la estepa, luego de haber terminado vergonzosamente amansado como faldero.
Este congreso ha puesto sobre el tapete que los perros, por adhesión al medio humanizado, han desarrollado extrañas características que contrastan con lo que es habitual en la condición animal. Se ha dicho, en ese sentido, que la adaptación de los canes a la civilización los ha impulsado a cierta clase de comportamiento que tiene visos de una “percepción de la eticidad de los actos”. Señalan que, sobre todo, se ha corroborado por ejemplo experimentalmente la reacción desaprobatoria de los perros frente a la inequidad, o la injusticia, valoraciones típicamente humanas, con lo que no faltará el chistoso que haga notar que los abogados y jueces descendemos del perro, o peor, que letrados y magistrados estamos involucionado perrunamente.
Bromas y científicos aparte, yo he hecho notar hace bastante que el perro, mi perro, que es en todo caso el que tengo a mano, se comportaba de un modo escasamente animal a veces, y por supuesto no creo que sea de la estirpe cinematográfica de Lassie, sino un perro común y corriente. Pero me sorprendía, y me hacía reflexionar.
Observándolo, un día advertí que, hambriento después de haber estado yo ausente, al darle la comida, impulsado por el hambre natural, se abalanzaba hacia ella pero que dudada en ese punto entre dos prioridades: comer o ir a festejar mi presencia y recibir mi cariño. Pensé, entonces, con algo de sorpresa, qué extraños animales son los perros, que conservándose animales sin lugar a duda, llegan a algo tan poco zoológico como el preferir el afecto al alimento, decisión a la que no sé si muchos humanos arriban, por no sugerir que es una decisión a la que nadie casi llega.
No creo que los perros hayan abandonado su estado animal, desde ya. Tampoco que la fuerza del instinto los haya liberado de su tiranía. Quizá, al revés, sea el instinto, exactamente, el más puro, esencial, correcto y absolutamente lógico instinto el que haga que, bajo determinadas circunstancias, prefieran el amor a la seguridad material. Tal vez sea hora, también, de que los seres humanos nos pongamos a tono con el animal que llevamos dentro para seguir, no ya las enseñanzas de
Gustavo F. Soppelsa
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