Entre las pocas cosas que se conservan de mi abuelo paterno, hay dos objetos que no puedo mirar sin que se me llenen los ojos de lágrimas. En verdad, creo que no puedo mirar ninguna de aquellas escasas pertenencias sin llorar.
No hace falta esforzarse mucho para elaborar el catálogo: un diccionario Larousse mutilado, seguramente impreso en la primera década del siglo pasado, en el que el mapa africano aparece tupacamarizado por Europa y marcado a color por un gigantesco Congo Belga, un diccionario deshojado e incompleto adquirido quién sabe cómo en el afán por asirse al idioma que le estaba llegando; además, un “certificado di congedo” del soldadito alpino que alguna vez fuera ese tano albañil, y por último algo que, aunque pensado y repensado desde que lo descubrí, jamás dejó de parecerme abominable.
Hay entre esas cosas también un documento espantoso, que un emigrado guardó disciplinadamente durante décadas entre sus humildísimas propiedades hasta que los ojos del segundo Soppelsa argentino tuvieran que verlo para entender.
Se trata de un instructivo, redactado en la dantesca lengua del Alighieri, donde se describe in fine cómo deben comportarse los nacionales italianos en el exilio, para gloria de Italia, claro.
Hace muchos años comprendí todo de golpe, cuando vi por primera vez ese papel raído, roto a fuerza de permanecer doblado tanto tiempo, guardado, preservado de la sal del océano, adherido al hombre que había atravesado el Atlántico desde su escondite montañés bajo el monte Pelsa hasta Argentina.
Allí, en ese documento, estaba la derogación del azar. La abolición del hado. La muerte del destino. La inconsistencia de la suerte. La refutación del sino. Comprendí, de repente, que Italia se había desprendido de su prole de manera ordenada, planificada, metódica, que la había expulsado piacevolemente, que había admitido entonces desganada que tuviera que irse, y que aun le señalaba en ese trance deberes con un talante asombrosamente absurdo, como si fuera una progenitora grotesca que prendiese un decálogo de virtudes maternales entre los pañales de la criatura propia que deja abandonada en el portal oscuro y hostil.
Recuerdo esto de memoria porque no he vuelto a leer recientemente esa triste carta astral con designios patrióticos para almas desangeladas entregada no sé si en los puertos de aquí o de allá. Recuerdo, como un lanzazo en los ojos, esa postrera admonición de la voz de la patria llamando al emigrante a comportarse como hombre de bien fuera de su patria.
El abuelo Fiuri, como le decíamos aquí, que vio la luz en el Viejo Mundo en 1900 y dejó el Nuevo Mundo y todos los mundos el año de 1972, no hizo más que cumplir durante toda su vida esa última orden de la nación que lo echó mar adentro y tierra afuera. El Nene, su hijo, no fue infiel a esa recomendación en lo más mínimo; su nieto, mucho más indigente de virtudes que sus antepasados, sigue tratando de honrar aquel mandato emanado de una patria lejana, ingrata y latina. Aunque, a diferencia de ellos, quizá por falta de bondad o humildad, por indigestión filosófica, o por su egoísmo altanero, siente que la orden no proviene ahora de la patria vetusta y venerable de Rómulo y Remo, sino meramente de su consciencia o del simple interés en preservar la existencia en paz con los otros, a la que estaban tan apegados aquellos dos gringos decentemente apaisanados junto al río Uruguay.
Gustavo F. Soppelsa
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