Con una insensata perseverancia, que no cesa, los hombres seguimos suponiendo que estamos al mando. Continuamos imaginando un poder sólo construido por el apetito de la vanidad.
La vanidad sugiere, pide, normalmente nos demanda, que seamos amos. No es una vocación de las peores, diría yo, como hombre y aspirante a amo y con gustosa adscripción a mi propio género, pero consciente del calvario.
Podría casi tacharse de una vocación apostólica, una misión de redentor crucificable: ser amo confiere algún tipo de poder que puede culminar en el ejercicio de un desértico reinado sobre cuerpos sin alma. ¿Es apetecible? ¿Gozar de soberanías sobre las voluntades exteriores? ¿Darse cuenta una noche de gran luna y gran cama de que hay alguna locura mesiánica y sacrificial en esa mal llamada, precisamente, “soberanía” que no se basta a sí misma para alcanzar todo lo que el deseo solicita de la mujer si ella no lo otorga?
Las mujeres se beben nuestras vidas de la misma manera que nosotros con teatral gesto masculino solemos beber una copa de vodka, a través de un único trago indiferente en la barra de los bares brumosos de tabaco, y para probar contra la bioquímica que en las arterias y venas masculinas alcohol y glóbulos rojos valen lo mismo.
Ellas, las hembras, mientras trenzamos displicentes el nudo ridículo de la corbata del guerrero soberbio, ajustan en nuestros cuellos y cerebros el recuerdo de la languidez de sus abrazos bajo esas mismas corbatas, y gozan dejando pasar a voluntad el oxígeno, tentándose con regocijo y sádica fantasía, vuelta a vuelta, con simulacros de asfixias lentas mientras nos aprietan. Sucumbiendo otras veces, sin remordimientos y de buena gana, al ansia de propinarnos una cianosis fatal, para qué vamos a engañarnos, que poco tiene de figura literaria.
Cuando ese abrazo femenino nos suelta, cuando esos brazos se desenredan de nuestra pobretona nuez de Adán, la corbata se nos desata como una tira de papel mojado, el cuello nos queda a la deriva, la boca se nos enmudece, nuestros ojos abandonan las cuencas por donde supo señorear el hambre por la vida, nuestro torso pierde equilibrio y, en fin, la mente se nos cae por alguna hendija de la cabeza.
Penosa profesión la de amo. Sobre todo si las víctimas del vasallaje gozan del derecho propiedad sobre nuestras miserables existencias, y son diestras y únicas para y al usar de la capacidad de forja y dar molde a la cerradura por donde tanto uno ansía incrustar la llave que mantiene en su lugar los grilletes.
El mundo ha vivido equivocado: el primer cerrajero ha sido cerrajera, y no fue inventada la llave antes que el candado con su tibio diseño de jugosa hendidura, sino al revés.
Gustavo F. Soppelsa
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