Hace mucho, a cierto escritor entrevistado en televisión le escuché decir algo que nunca se me ha olvidado: que la cultura protegida, “oficializada por mecenazgo”, aun digamos políticamente “irreprochable”, resultaba estéril.
Predicaba aquel hombre que el arte se mueve, si lo es de verdad, serpenteando por el peligroso y mortal desfiladero de la crítica al poder, o a aquello que es casi lo mismo, léase el estado de cosas “aprobado” por la unanimidad de la gente que se encuentra cómoda, lo consentido como “real” por los que dominan.
Recuerdo que, en ese sendero de reflexión, ponía de relieve que la declamada y arduamente solicitada “protección de la cultura” por los gobernantes venía a ser una contradicción, y el artista tutelado, consecuentemente, un eunuco domesticado, quizá incluso contra su voluntad, porque, al fin, ¿quién muerde la mano que lo alimenta sin sentirse un poquito ingrato al menos?
En su línea, quizá escandalizando por el absurdo, lo reconozco, me viene a la memoria otra parábola que descerrajó entonces: los buenos padres son una desgracia, porque conspiran contra la natural rebelión que está en la génesis de la propia personalidad ya que, ¿quién se atreverá a ser alguien si no se puede ser mejor que un modelo al que se admira y no es superable? Se non è vero…
Gustavo F. Soppelsa
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