dissabte, 2 de maig del 2009

Caníbales europeos en Europa


Los estremecimientos que el asunto migratorio causa en Europa reproducen el antiguo debate histórico, o aun filosófico, acerca del itinerario que liga a la víctima-victimario, línea sobre la cual a veces se desdibuja la relación causa-efecto, o comienzo-arribo.
No es una mirada de consecuencias poco inquietantes desde cualquier punto de vista la que haya que echar sobre esta cuestión.
Para los europeos, más allá de lo que específicamente pueda ser el reproche político o moral, que no ha mellado demasiado la conciencia del Viejo Mundo en lo fundamental -como puede verse en la altanería con que desde el centro sigue viéndose la periferia- el parte de situación conduce a meditar sobre situaciones prácticas, sobre dilemas cotidianos, sobre fracasos y dramas domésticos, familiares. Sobre inquietudes que importan más que las quejas de los dolientes de la negritud fondeada cada tanto con sus sueños en la quimera tenebrosa y mortal de un Mediterráneo poco amistoso.
Para los migrantes de todo tipo, desesperados y aventureros, desgraciados marginados de cualquier bienestar y miembros maltratados de élites que ya no pueden sobrevivir con comodidad en sus respectivos países, el tema es otro, y lleva a preguntarse hasta cuándo la corrupción y la desorganización propiciada a menudo por las oligarquías y dictaduras periféricas seguirá produciendo exiliados, y cuál es el por qué de la persistencia de este fenómeno desastroso y anacrónico.
Hablo de Europa -aunque probablemente haya como siempre movimientos migratorios tan o más importantes en otros sitios- porque en verdad Europa es un concepto que cultural y racialmente abarca mucho más que la geografía de la UE. Europa, de alguna forma, es el modo de la civilización dominante en todo el globo. Con matices, claro.
Por lo tanto, el destino de la Europa “de los centros” es casi actual y proyectivamente el destino global. Y si la noción de interdependencia resultó siempre la aprehensión de un fáctum absolutamente real, contemporáneamente las particularidades tecnológicas, que serán incluso más “vinculantes” en el corto plazo, ponen en tela de juicio -valga la paradoja- hasta la misma idea de “centro” y “periferia” como puntos de referencia estratégicos.
La pregunta del millón de euros, si se me permite la ironía, es ya una bastante perturbadora: ¿será Europa, en sus centros, vivible, si la periferia geocultural, el suburbio del planeta, no se desarrolla? Y, luego, si esa existencia es “vivible”, ¿qué clase de vida llevarán los europeos de las próximas generaciones, y como es obvio los descendientes mixturados de los recién llegados periféricos que serán los nuevos compatriotas del Alighieri y de Newton?
Las crueles paradojas de un bello, interesante y conmovedor film como “It’s a free world” me han puesto a pensar sobre estas cosas, y sobre la zozobra, no sólo de los inmigrantes, sino la de los propios europeos “nativísimos”.
Al final, magia del arte que supera las barreras de la estrechez de la reflexión lógica ordenada, y pega derecho a la mandíbula de la emoción, concluye siendo más eficaz que un prolijo tratado de demografía.
Si no me equivoco, los últimos cuadros presentan a la protagonista, una británica reclutadora de “trabajadores baratos”, no ya en los difusos límites de Africa, sino en Ucrania. Europa, como si la infinita sucesión de guerras imperiales internas de todo su pasado no hubiese culminado con la afrenta del nazismo intradepredador, vuelve a devorarse sus propias entrañas.
Durante un lapso sabático, un instante en la eternidad de la historia, Europa se benefició con la posibilidad de martirizar a los “diferentes”. Pero ya queda poco de diferente en el buen y mal sentido de la palabra en el mundo de la web.
Todos vestimos igual, aunque los nacionalismos reivindiquen trajes típicos, y donde se visten trajes típicos secretamente se anhela la vestimenta universal de las grandes tiendas homogeneizantes que tiene el mismo sello estético desde Londres a Ciudad del Cabo o Buenos Aires, o Tokio o Toronto o Arabia Saudita. Allá y aquí se cocina sushi y paella como exotismos algo artificiosos, o tal vez no, pero las Tortugas Ninja comen pizza y hasta en el Kurdistán y en Indonesia los chicos les piden american pizza a sus padres como comida reglamentaria, cuando tienen la oportunidad de conocer la comida con cierta abundancia o el privilegio de escogerla. La ola es imparable. La civilización siempre fue imparable en ese sentido, ya que somos una suma de aportes. Ayer, y hoy y mañana más que nunca.
A los diferentes del mundo les queda poco de tales, y ya pierden poco yéndose al centro, que les exporta sus identidades por la TV satelital. ¿Qué perderá un hindú en París, si en París el tono, el tono que no el standard económico de la sociedad, es el mismo que en Nueva Delhi? Perderá muy poco migrando. Ganará en chances materiales, según se observa. ¿Perderá las raíces? Esto es sólo un detalle: el mundo ha sido siempre de arraigados que nacieron de desarraigados, y nadie al final remontándose cincuenta generaciones -o muchísimo menos si goza de la suerte o padece la desgracia de ser argentino…- tiene ninguna tradición nacional: muchas nacionalidades han sido un mito beneficioso para la supervivencia de la tribu, más tarde han mutado en ritos, y eventualmente han terminado en salvajismo xenófobo o guerrero. El balance que se obtiene de los bienes y males de la “nación” es una magnitud de valor precariamente definido, aunque Fernando Savater ya ha sellado su opinión en su “Contra las patrias”.
¿Qué perdía o pierde a su vez la sociedad central de importadores de trabajadores periféricos, porque se importa básicamente mano de obra? En principio, nada relevante si se comparaba el beneficio con el rendimiento: sólo se entregaba un poco de tranquilidad étnica en aras del salario de bajo costo. Pero más tarde, como parece querer transmitir el guión de “It’s a free world”, comenzó a correrse el peligro de perder cosas más esenciales.
Europa, con inmodestia digna de esa epopeya, que la merecía, y gran altruismo teórico construyó su eticidad moderna y la regó por el orbe bajo los principios del Humanismo. Europa es el Humanismo. Europa es la democracia. La lucha por la libertad. El respeto de la dignidad de la persona. Europa es eso en el centro y en sus modos extracontinentales. El pensamiento crítico. La moral social como materia de reflexión. Eso es Europa.
Y en esta instancia, más que los devaneos de esa inglesa desorientada de baja clase media que es la protagonista de “It’s a free world”, que con vergüenza mira a otra europea de Ucrania como ella que lucha por sobrevivir y a la que por azares no tan azares ella encauza maquinalmente en la ruta de un progreso dudoso que le brindaría la Gran Bretaña, hay hechos de hipocresía institucional más alarmantes: sorprende que los mecanismos protectivos de los derechos humanos comunitarios en la UE contengan cláusulas de exclusión en relación a los no comunitarios. Con lo que las leyes y tratados adquieren un ropaje muy raro, un runrún de premisa muy deficitaria en su formulación, que vendría a quedar en algo así como “los europeos sostenemos a ultranza los derechos de todas las personas con independencia de su origen o condición, con la salvedad de que previamente deben demostrar que son aceptadas como personas por los europeos, que somos quienes detectamos quiénes son personas y quiénes no lo son.”
Terminará acreditándose como totalmente indubitable el hecho de que toda taxonomía -como notó un francés, Michel Foucault, y predijo otro europeo nacido en Argentina, Jorge Luis Borges en su cuento “El idioma analítico de John Wilkins”, al que el primero citó para basar sus reflexiones- es como mínimo arbitrariedad y, como máximo, un malvado y escandaloso ejercicio del puro poder interesado.

Gustavo F. Soppelsa