Suelo decir que, hecha la estadística de los tópicos o lugares comunes más idiotizantes, hay por lo menos uno entre varios que pelea con denuedo la primera posición: el que sostiene que el amor se experimenta por igual a cualquier edad o, lo que es lo mismo, que la edad carece de relevancia en materia de amores.
Imagino que nunca se anunció como verdad una estupidez tan contraria al sentido común, y no sólo a él, sino a la experiencia misma: nadie en su sano juicio podría sostener que la manera como amamos a los veinte años es idéntica al modo como queremos a los cuarenta o a los setenta. Y no hablo de la posibilidad de amar, por supuesto, antes de que algún “autoayudado” venga a corregirme, porque la bendita frase obviamente señala, como apunté, otra cosa, y exactamente significa que el calendario es un artilugio sin importancia para el resultado, características, desarrollo y alternativas de las relaciones afectivas.
El mundo ha vivido a la sombra de este error “romántico” y profesa fe ingenua en este dictado que quién sabe qué anciano alcoholizado (y engañado) profirió hará unos diez mil años cuando se prendó de una quinceañera, y así vamos. Vamos como locos contradictorios, porque mientras usamos de esta falsa creencia creyendo lo que nadie cree porque es increíble y supuestamente la edad es una variable cosmológica y fantasiosa, por el otro, sin fantasía ninguna, se engrosan las cuentas bancarias de los cirujanos plásticos que ayudan a que el amor entre por el conducto mentiroso de aquel tópico.
Dígase que la pasión no es patrimonio de la juventud, y se dirá la verdad. Dígase que el mantener el alma en vilo por alguien es siempre una posibilidad hasta el último suspiro de la senilidad y se volverá a incurrir en la verdad. No se equiparen los amores de las distintas épocas de la vida como una especie de novela rosa mal hilvanada, porque entre ellos hay poco de común. Lo más triste, quizás, es que la mentira esconde una verdad riquísima, en tanto los amores ya lejanos de la edad dorada y estereotípica de la juventud son mejores y más ricos. Tal vez la frase es embrutecedoramente falsa en el peor sentido, ya que afanándose por apaciguar con la anestesia de lo irreal el miedo a la decadencia, nos cierra los ojos a la belleza de una vicisitud que es sólo supuestamente temible, pero que ha sido convalidada por esta sentencia mítica, casi como ciertos vicios no corregidos y aderezados por la ornamentación sobreviven en los viciosos de la mano de la sobreprotección de alguien que no atina a espabilarlos sobre sus defectos.
Por esa frase, hemos vivido desde tiempos inmemoriales practicando la idolatría imposible de la juventud eterna y ciegos a los beneficios de la biografía larga y buenamente ejercida: el calendario sí cuenta. Para mal… y para bien.
Gustavo F. Soppelsa
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