dimecres, 28 de gener del 2009

Silesius

El ser humano se mueve a través de la Historia como un amasijo extraño de combinaciones caóticas.

A veces, uno cree tener la certeza de que, en el brutal corazón negro y espeso de ese pandemónium que es la sociedad, únicamente hay una suerte de ciego apetito autodestructivo; algo así como un anhelo enfermizo de enturbiar un recipiente de agua limpia echando tinta para manchar el líquido bellamente transparente, o como un fantasmal deseo de esperar cada día con malvada insistencia que una planta empecinada brote para destrozar su aspiración solar con dedos puntiagudos y rencorosos. A menudo se siente eso flotando en el aire: olor a muerte.

Del otro lado de esa sensación, y quizá porque es un caos de lo que estamos hablando, de un caos hecho de recortes tensos, pulsátiles y pasionales de vida, también puede sentirse una pulida superficie de tersa inteligencia, o luminosa bondad que se escapa desde los escondrijos más disímiles. Y junto con esa… premonición de la existencia de una corriente de cosas amigables, se experimenta la esperanza en el credo del progreso.

Hablo de sensaciones, ya que con frecuencia es casi una quimera justificar el credo del progreso: die Rose ist ohne warum.

Posiblemente el motivo de que la rosa carezca de motivo sea su explicación y su razón de ser, y su logro.

Posiblemente la sinrazón, lo indescifrable en sí del apego a la bondad y a la inteligencia persistentes de parte de los seres humanos contra la malevolencia y en medio de la inhumanidad sean, no el nombre, pero sí el por qué de la rosa de Angelus Silesius.

Gustavo F. Soppelsa