Como la postrer ofrenda de una esencia en aras de un amo duro de entendederas, los perros han entregado las contabilidades de su supervivencia para que sean sometidas a la reducción de la biología, de modo que la potenciación de su edad (múltiplo de la humana) -y la más que presunta defunción del compañero canino antes que la del patrono- ha venido a ser casi una vacuna contra la vanidad de los entorchados con que suele adornarse la gente en el decurso del desfile de biografías pretendidamente perdurables. Como si, en el perro, estuvieran cifradas las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre en clave biológica.
No hay gran consenso sobre esa desdichada circunstancia, números exactos, entiéndase, sobre el cómputo de la precedencia de la tumba del faldero a la de su amo, ese faldero muerto de viejo al que, si se lo mira con el cariño que suelen generar los cánidos domésticos, causa trauma en el punto en que esta trampa del destino nos depara el abandono del hocico del amigo antes de ese tiempo que tenemos hipotéticamente asegurado como tiempo de goce de los afectos (seguridades que son inalterables al abrigo del parnaso algo ridículo de nuestras ingenuidades).
En fin, animales “hechos para el hombre”, las raras peripecias de la genética (de Dios -diría un creyente-, o de algo que no se nombra como “destino” -oscurecería J. L. Borges-) y la persistencia perruna rendida frente a la mano que lo alimenta han procurado que el último y más grande servicio que los canes hubieran de prestar al ser humano fuera, para desgracia de aquéllos, apurarle al animalillo de cola movediza el duro trago de la muerte prematura para hacer sentir al primate superior el vértigo insoportable de los pedestales mundanos y la futilidad de las cosas poseídas fuera de uno, que auguran eternidad imposible y prohijan crueldades indiferentes fruto de mitologías que prometen blindada inmunidad a la vileza frente al paso de los días. Cave canem, cave canem, cave canem. Amén.
Gustavo F. Soppelsa
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