Y entonces le
hicieron saber de un país donde el habla podía proferirse libremente. Allí
nadie anhelaba sino escuchar, y nadie era castigado por el decir. Nada más
anoticiarse de ello, dirigió sus ojos hacia el lugar al que apuntaba el índice
de quien lo guiaba. Como un presagio de bienaventuranza, comenzó a marchar en
esa dirección recitando todo lo que su corazón le dictaba, como si rezara una
plegaria infinita.
Cuando las
últimas trazas de su antiguo lar se hubieron perdido, calló un minuto, y al
cabo dijo bañado en lágrimas: "Voy a mi patria, donde quiera que esté,
cualquiera sea. Voy por fin a mi patria". Fue la última vez que lloró en
su vida. El resto de su existencia ya no hubo de usar el llanto porque pudo
decir sus penas. No fue enteramente feliz, pero algo mágico y raro ocurrió. Su
rostro no envejeció como el de su padre, como el de su abuelo, como el de todos
y cada uno de sus antepasados. En el ataúd, su cara, que había dejado de ser
corrompida por el agua salada de las lágrimas muchos años antes de que su tumba
fuera cavada, estaba limpiamente tersa.
Las personas
avecindadas en las cercanías de su casa, que habían conocido al peregrino y lo
tenían por un hombre bueno, desearon que en su lápida hubiera un epitafio, de
modo que la felicidad aun incompleta pero suficiente que él había sentido en
esos parajes continuase hablando, hasta que las tormentas y las lluvias dieran
cuenta de todas las señales erigidas allí donde la tierra lo cubría y borraran
las inscripciones, enmudeciéndolas.
Largo rato deliberaron
porque la prisa aconseja mal cuando se trata de dirimir cuál ha de ser la honra
que se dedica a un muerto querido. El más joven, que había sido el último en
escuchar hablar al difunto con aliento fatigado pero inquebrantable durante
todo el invierno, y había oído la anécdota de su viaje con el asombro y el
respeto que dispensan los seres humanos antes de la adultez al contemplar los
hechos extraordinarios, les señaló: "Sería justo que sobre la tumba se
tallara este proverbio: “Los hombres viven al abrigo del dolor en la patria de
su voz'”. Los otros convinieron que el homenaje era adecuado, y dejaron la
encomienda al sepulturero.
Dicen que el
grabador de la piedra empezó su labor recién a principios de la primavera, y la
terminó cuando según los calendarios llegaba el verano a la comarca.
Sin embargo,
en aquel sitio, desde que la única zeta del epitafio fue horadada por el cincel
y la lápida colocada sobre el escueto féretro del peregrino, la primavera
continuó inverosímilmente perpetua y por algún motivo quedaron abolidas las
demás estaciones. Así lo narran, y nada hay que permita suponer que la historia
es falsa.